29/09/2003

Sobre Edward Said

- Un apunte de Christopher Hitchens. "I knew and admired him for more than a quarter-century, and I hope I will not be misunderstood if I say that his moral energy wasn't always matched by equivalent political judgment. Indeed, it should be no criticism of anyone to say that politics isn't their best milieu, especially if the political life has been forced upon them. Edward had a slight tendency to self-pity, and the same chord was struck even in the best of his literary work, which often expressed a too-highly developed sense of injury and victimhood."
- Alexander Cockburn recuerda al intelectual palestino y comenta de paso la relación entre Said y Hitchens: "He never lost the capacity to be wounded by the treachery and opportunism of supposed friends. A few weeks ago he called to ask whether I had read a particularly stupid attack on him by his very old friend Christopher Hitchens in the Atlantic Monthly. He described with pained sarcasm a phone call in which Hitchens had presumably tried to square his own conscience by advertising to Edward the impending assault. I asked Edward why he was surprised, and indeed why he cared. But he was surprised and he did care. His skin was so, so thin, I think because he knew that as long as he lived, as long as he marched onward as a proud, unapologetic and vociferous Palestinian, there would be some enemy on the next housetop down the street eager to pour sewage on his head."
- El London Review of Books anuncia una semblanza para el mes que viene y coloca una lista de artículos de Said publicados por el LRB
- La primera entrega de José María Pérez Gay. "Según una de las leyendas más antiguas, si fuéramos capaces de contarles historias a los enfermos podríamos curarlos o, quizá, quién sabe, rescatarlos de la muerte. El poder curativo de una narración es ejemplar: un hombre mudo es inconcebible, la palabra nos revela el mundo y termina por revelarnos el verdadero enigma: nosotros mismos. Esta creencia fue precisamente el punto de partida de Fuera de lugar (Grijalbo Mondadori, 2001), la autobiografía de Edward Said: un libro escrito contra la muerte. En esas páginas narra no sólo su historia a partir de la enfermedad, sino la del pueblo palestino, como si al contarlas quisiera rescatarse y rescatar a Palestina de su muerte."

Beatitud

El Jefe de Gobierno de Distrito Federal se ha convertido en el personaje de la política mexicana. Es el imán que atrae cualquier conversación: sus hábitos madrugadores, su asombrosa popularidad, el acento por todos parodiado, el tsuru en el que luce su modestia, el segundo piso, su amistad con Carlos Slim, sus apoyos a los ‘adultos mayores’, los contrastes con el presidente, su inmunidad ante la crítica, sus bravatas y sus indulgencias, el fracaso de sus enemigos, sus entrevistas, las conferencias diarias, la docilidad de su prensa; su inevitable mudanza a la casa presidencial en el año 2006. Andrés Manuel López Obrador es el protagonista de una película en la que solamente actúa él: la película de una ilusión que sobrevive. En pocos años los anhelos políticos del país han quedado destrozados. La idea misma de que la política es una plataforma eficiente de transformación resulta extravagante. Todo parece locomoción de mezquindades e ineptitudes: unos protegen su parcela de interés al costo que sea, otros quieren la redención del alma nacional pero no encuentran la forma de colocar una pierna delante de la otra. La insignia oficial de la Ciudad de México aparece así como síntesis de esa sobrevivencia: la política de la esperanza.

El encanto de López Obrador es precisamente ése: encarna la ilusión de una nueva política. Mientras sus vecinos en la plaza política se reparten el descrédito, él aparece como una criatura aparte, como un personaje público al que no mancha ninguno de los estigmas del mundo político. Un santo que flota sobre el pantano. Así, el gobernante de la capital puede decir las cosas más aberrantes—y las ha dicho con alguna frecuencia—y la crítica enmudece. La fascinación que ha provocado el político perredista se convertido en un seguro contra el examen. No recuerdo personaje público en la vida reciente de México que haya sido capaz de dibujar con tanto talento su propio retrato. La imagen de los políticos suele ser un dibujo a muchas manos. El político puede llegar a ser el autor de un par de sus rasgos, pero el resto de sus facciones será producto de los trazos de una prensa crítica, de un adversario persuasivo, de algún censor eficaz. Por eso sobresale la extraña imagen pública de Andrés Manuel López Obrador: no es el contradictorio retrato de muchos dibujantes; es la aprobación unánime de su propio autorretrato. Las pretensiones de beatitud acogidas por una mansa opinión.

El talento de López Obrador ha sido la política del gesto. La ciudad de México sigue tan sucia como siempre, tan insegura como siempre, tan fastidiosa como siempre. Pero eso cuenta poco en el momento de evaluar la gestión del tabasqueño. Los hombres, decía Maquiavelo, no juzgan con las manos; juzgan con los ojos. El arte del político, sugería, es la gestión de las apariencias. Cuenta poco lo que se hace, cuenta mucho lo que se ve. Y el gobierno de la capital ha sido precisamente un gobierno visible. Se le ve, en primer lugar, como gobierno. Y eso, en tiempos panistas es digno de ser notado. Mientras el gobierno federal es una junta de incompetentes encabezada por un indeciso, una maraña de contradicciones, un catálogo de intenciones frustradas, el gobierno capitalino es visto como un núcleo de decisión. Hay razones para ello. Es un gobierno con criterio de prioridad, con una mística de disciplina, con un olfato excepcional y un claro sentido de eficacia.

La política del gesto ha sido, ante todo, un ejercicio de contraste. El primero, por supuesto, el contraste con el Presidente Fox. La diferencia es tan notable que no es necesario reiterar sus marcas. Frente a la frivolidad, sobriedad; frente a la indisciplina, orden; frente al nepotismo de la pareja presidencial, discreción familiar; frente a la ostentación del despilfarro, la ostentación de la modestia, frente al desfile de reveses, el festejo de las inauguraciones. Resaltaría otros dos contrastes que han servido enormemente al gobernante de la ciudad para pintar su rostro. El primero es el contraste con sus acompañantes de partido. López Obrador no solamente ha resultado el antifox, es sobre todo, el anticuauhtémoc. Mientras el viejo patriarca gobernó la Ciudad de México con evasivas, el alcalde de hoy habla sin rodeos, con un conocimiento puntal de lo que acontece en la ciudad y con una formidable apreciación de los detalles. También contrasta, sin duda, con una vieja y acendrada tradición de su partido. El discurso de Pablo Gómez en la Cámara de Diputados es por ello una muestra del viejo perredismo quejumbroso y demagógico que pretende mantener con todo orgullo su marginalidad. En contraste, López Obrador no se deleita en los márgenes. Está en el centro de la política nacional y no pretende regresar a su partido a los tiempos de la marginación. Y, finalmente, el último contraste es, por supuesto, el contraste con su propio pasado. El autorretrato que ha delineado el gobernante de la ciudad ha ido corrigiendo puntualmente facciones de su biografía. Esa es quizá la prenda más valiosa de su figura pública: se trata de un hombre que ha sabido cambiar con el tiempo.

No es gratuita, pues, la inmensa popularidad del Jefe de Gobierno del Distrito Federal. Detrás del respaldo excepcional hay un trabajo perseverante y efectivo. Hay medidas sensatas y proyectos valiosos. Pero hay también un elevado nivel de demagogia, señales de intolerancia, desplantes de paternalismo abusivo. Lo preocupante es que en el examen de su gestión han desaparecido prácticamente los cuestionamientos críticos. Ni siquiera en tiempos del fervor foxiano se presentaba este fenómeno de la consagración de una figura política como personaje incuestionable. La eficaz política de comunicación del alcalde, sus encuentros rutinarios con los reporteros, su paciente labor de comparecer diariamente ante los periodistas, ha dado por resultado que la prensa siga, de modo fiel, la agenda del gobierno. Los reporteros aparecen de este modo como sus verdaderos guardaespaldas. El encuentro habitual ha terminado por eliminar la distancia indispensable entre el cronista y el dignatario.

Al lado de los rasgos meritorios del gobierno capitalino aparecen elementos preocupantes. En su trato con la legalidad, en su vínculo con las instituciones representativas, en su relación con los adversarios hay constantes muestras de intolerancia, cuando no de franco autoritarismo. El maniqueismo moral de López Obrador, la convicción del que el mundo está definitivamente separado en dos flancos enemigos: el de los hombres honorables y el de los truhanes, lo colocan al filo de la deslealtad democrática. Las sentencias judiciales habrán de cumplirse solamente cuando el Jefe así considere que conviene a la nación. Las leyes aprobadas por la legislatura se aplicarán, si el Jefe quiere. De lo contrario, se impondrá el deber patriótico del desacato. Pero poco de eso es registrado. Andrés Manuel López Obrador encarna otra cosa: la necesidad colectiva de creer, es decir, la disposición a ser engañados.


23/09/2003

La lista de Orwell

Apareció finalmente la famosa lista que George Orwell entregó a ministerio inglés de asuntos exteriores en mayo de 1949. La primera noticia de que el autor de 1984 había compuesto una lista de personajes que simpatizaban con el comunismo apareció en la biografía de Bernard Crick, publicada en 1980. Ahí se daba cuenta de anotaciones que Orwell había hecho en su cuaderno, pero no se explicaba bien a bien cuál era su propósito. Hace unos años se descubrió el destino de ese inventario: George Orwell había colaborado con la agencia de información de la cancillería británica, a la que proporcionó esa lista. El hallazgo generó naturalmente un escándalo: el hombre que había denunciado los horrores del Estado policiaco servía a una agencia de inteligencia para combatir a los enemigos del poder. El socialista que se horrorizó con las traiciones y las delaciones de los comunistas en España aparecía como otro inquisidor persiguiendo brujas para quemar en leña verde. Los llamados a bajar a San Jorge de los altares se sucedieron de inmediato: George Orwell también fue Big Brother; el venerable crítico del totalitarismo resultó un despreciable delator; detrás del feroz escritor independiente se escondía una marioneta de la guerra fría.

Guardada como secreto de estado durante 54 años, la lista ha sido recientemente abierta al conocimiento público. La lista tiene treinta y ocho nombres de periodistas e intelectuales que son descritos por Orwell como gente que no merece la confianza del servicio exterior británico. Entre ellos, Charles Chaplin; Isaac Deutscher, biógrafo de Stalin y Trotsky; el historiador E. H. Carr y el actor Michael Redgrave, padre de Vanessa. La primera persona que tuvo acceso directo a la lista fue Timothy Garton Ash, periodista e historiador que ha visto en Orwell el ideal de intelectual crítico e independiente. Su devoción por el escritor es muy franca. Se trata, ha dicho el autor de Historia del presente, del máximo escritor político del siglo XX. El gran Orwell, dice Garton Ash en una reseña de sus obras completas, es un escritor admirable que se muestra siempre generosamente indignado. Podría pensarse que la pesquisa del historiador arranca torcida, predispuesta a salvar el aura del santo. Pero en la experiencia de este intelectual inglés hay también elementos que lo conducen a simpatizar naturalmente con aquellos que han sido víctimas de la delación. La vida de Timothy Garton Ash ha estado en los archivos de la policía secreta de la Alemania Oriental. Del encuentro con esos papeles que documentan la traición de sus amigos más cercanos, habla su libro El expediente (Tusquets, 1999).

En un artículo recientemente publicado por The New York Review of Books Garton Ash, partidario del escritor y simpatizante de los inculpados, reconstruye la historia de esa lista. El cuento comienza en un sanatorio inglés, en febrero de 1949. Orwell acababa de hacer las últimas correcciones al manuscrito de 1984. Tenía menos de cincuenta años, pero era un hombre abatido. Estaba enfermo y solo. Todo lo que lo rodeaba le hacía pensar que el futuro sería negrísimo: sentía que la guerra fría era real y que Occidente la estaba perdiendo. A esa ocuridad llegó de pronto una noticia dulce: Celia Kirwan llegaba a Londres. Celia era una mujer joven y guapa a la que Orwell había conocido unos años antes. Era la cuñada de su gran amigo Arthur Koestler. El mundo se iluminó. La ilusión de conquistarla le sopló aires de vida. En marzo, Celia lo visitó. Su visita no era desinteresada: trabajaba en una oficina nueva que se había instaurado en la cancillería británica, cuyo propósito era contrarrestar la propaganda estalinista. Orwell, maravillado por la belleza y la vitalidad de esta mujer, le dijo que estaba totalmente de acuerdo con los propósitos de su oficina. Entonces se ofreció a compartir con ella los nombres de quienes, a su juicio, no deberían merecer la confianza del gobierno inglés. Y empezó a anotar en su cuaderno: “Michael Redgrave. Actor. Estudió en Cambridge donde entabló relaciones con Anthony Blunt, quien se convirtió en un espía comunista. Cercano al Partido Comunista...”

En su ensayo sobre Gandhi, Orwell sostuvo que los santos deben ser considerados culpables hasta que se pruebe su inocencia. Ahora, como bien dice Timothy Garton Ash, debemos aplicar la regla de Orwell a Orwell mismo, el santo de la escritura política inglesa. Bien, Orwell será culpable; pero culpable de qué. Si la acusación es que fue un soldado de la guerra fría, la respuesta tiene que ser: sí, es culpalbe. De hecho fue él el primer escritor que usó la expresión “guerra fría” en inglés. En la batalla entre la democracia liberal y el totalitarismo soviético no creía en la neutralidad. Pero si el cargo es que fue un informante de la policía secreta, la respuesta es que es inocente. La oficina con la que colaboró Orwell no fue una agencia policiaca; era una dependencia del ministerio de asuntos exteriores que se dedicaba a conocer lo que sucedía detrás del muro y a combatir la difusión de sus ideas. No era una institución de macana sino de propaganda. Bertrand Russell, por ejemplo, colaboró también con esa oficina al publicar bajo su sello un ensayo sobre el significado de la democracia. Ninguno de los enlistados, insiste Garton Ash, padeció persecución política. El macartismo no se implantó en ningún momento en suelo inglés. Pero, después de todo, ¿por qué habría Orwell de combatir este embate de quienes pretenden desacralizarlo? La santidad, ya lo había dicho, es un ideal que los hombres debemos combatir.

Reforma, cultura
, 24 de septiembre 2003

22/09/2003

Morir para matar

En el New York Times aparece hoy un artículo sobre las raíces del terrorismo suicida. Robert A. Pape, quien se ha dedicado a estudiar el fenómeno llega a conclusiones que rompen el lugar común de la raíz religiosa de los hombres bomba.

"Three general patterns in the data support my conclusions. First, nearly all suicide terrorist attacks occur as part of organized campaigns, not as isolated or random incidents. Of the 188 separate attacks in the period I studied, 179 could have their roots traced to large, coherent political or military campaigns.

Second, liberal democracies are uniquely vulnerable to suicide terrorists. The United States, France, India, Israel, Russia, Sri Lanka and Turkey have been the targets of almost every suicide attack of the past two decades, and each country has been a democracy at the time of the incidents.

Third, suicide terrorist campaigns are directed toward a strategic objective. From Lebanon to Israel to Sri Lanka to Kashmir to Chechnya, the sponsors of every campaign have been terrorist groups trying to establish or maintain political self-determination by compelling a democratic power to withdraw from the territories they claim. Even Al Qaeda fits this pattern: although Saudi Arabia is not under American military occupation per se, the initial major objective of Osama bin Laden was the expulsion of American troops from the Persian Gulf."

21/09/2003

¡Viva Mazatlán!

En su demoledora crítica a la música de Carlos Chávez, Jorge Cuesta relataba una anécdota que, a su vez, había escuchado en labios de Genaro Estrada. Pasaba por Mazatlán un tenor que tenía un pequeño problema: no alcanzaba el do de pecho. Enorme defecto que le hacía pasar riesgos inmensos frente al público. Pero resulta que ideó la forma perfecta para salvarse. Cada vez que se acercaba el temido do de pecho, hacía una pausa en el canto y gritaba ¡Viva Mazatlán! Con ello recibía de inmediato los aplausos. Agradecido, el público del puerto consagró al cantante como un magnífico tenor. Ese es el recurso de Carlos Chávez, sostiene Cuesta: las tesis de su música son el do de pecho de aquel tenor. Su música ha sabido gritar en cada oportunidad ¡Viva México!, ¡Viva la América!, ¡Viva el indio!, ¡Viva la revolución social! Y no hay que confundir la tesis con la música, sostenía Cuesta. La tesis en Chávez es mala; su música mucho peor. Esa es aún la estructura de nuestro debate público: frente al reclamo de calidad, ante la exigencia de resultados, los personajes públicos (en la política, en el arte, en el periodismo, en el deporte) suelen gritar ¡Viva Mazatlán! Por supuesto, las fórmulas contemporáneas habrán cambiado—ahora se gritan vivas a la democracia, a la justicia, a las mujeres, a la sociedad civil, a las víctimas de la globalización—pero el recurso sigue siendo el mismo: hacer de una tesis bien vista, la tapadera de nuestra incompetencia. En el momento en que se acerca nuestro do de pecho: ¡Viva Mazatlán!

Los retratos de Jorge Cuesta integran la galería de un misterio. Luis Cardoza y Aragón lo dibuja como un hombre feo al que asediaban las mujeres. Una especie de Picasso que tenía un ojo más arriba que el otro. Un tiburón jovial. Un relojero que desmontaba las piezas de un argumento para rearmarlas de tal modo que su lógica triunfase siempre. Xavier Villaurrutia tiene que afirmar en algún momento que el hombre existe. Se duda de su existencia, se le cree un personaje mítico, pero existe. Es un hombre que todo devora: filosofía, estética, ciencia, poesía. Todo lo atrae con la misma fuerza: todo le sirve para poner en juego la destreza de su ingenio. Salvador Novo lo describe como un muchacho genial y desequilibrado. Lo que tocan sus manos, decía por su parte Ermilo Abreu Gómez, se convierte en polvo, en ceniza. Todos lo muestran inteligentísimo, alto y delgado. Elías Nandino resalta sus manos largas y huesudas, su aura angelical y satánica en donde se reunían la inteligencia y la intuición, la magia y el microscopio. También hace notar su carácter indómito: bajo su imagen de angel de madera se esconde una tempestad blasfema, un letal depósito de ironía. Es, en efecto, un fantasma, un hombre completamente ajeno a su cuerpo. Cuando hablaba, se le escuchaba, pero no se sabía de dónde venían sus palabras; parecía como si surgieran de los fantasmas del aire. Y Octavio Paz dibujó sus ojos de perpetuo asombro, su elegancia, su extraña fisonomía de inglés negroide. Un hombre que no se servía de la inteligencia sino que servía a la inteligencia; un hombre poseído por el dios temible de la Razón, un hombre a quien le faltó sentido común, esa dosis de irracionalidad que necesitamos para vivir. Como apunta Luis Mario Schnieider: el único escritor mexicano que posee una auténtica leyenda.

El centenario de Cuesta es buen pretexto para hablar de los ingredientes de su labor crítica. Esa actitud escéptica, esa plomada de incredulidad, ese ejercicio laborioso de la inconformidad es su mayor signo de vitalidad. El “príncipe de los críticos”, lo llama Christopher Domínguez al recoger las muestras de su inteligencia en un álbum publicado este mes por Letras libres. Cuesta vivió la crítica como una pasión. Lo digo en el doble sentido de la palabra: como vehemencia y como sufrimiento. Lo advierte Paz en su retrato: lo perdió una razón excedida. El primer impulso de esta pasión es la resistencia frente a la facilidad. La virtud de la crítica, dijo al referirse a los miembros de su generación, es la desconfianza, la incredulidad. Lo primero que debe negar un crítico es “la fácil solución de un programa, de un ídolo, de una falsa tradición.” La inteligencia crítica debe rebelarse contra las tentaciones de la facilidad, contra la comodidad del pre-juicio. En esa rebelión hay un innegable valor. Cuenta Louis Panabiere en su biografía de Cuesta, que una noche en un restorán de San Angel, el hijo del general Calles insultó a un grupo de personas entre las que estaba Jorge Cuesta. Cuesta fue el único que se le enfrentó. ¿Qué necesidad habría de prolongar el mal rato confrontando al insolente? Habría sido más fácil dejar que terminara el insulto y seguir como si nada, comiendo el trozo de carne. También relata el episodio que le provocó una golpiza. Iba a publicar una carta dirigida a Emilio Portes Gil en el que se lanzaba contra Lombardo Toledano. Le exigieron detener la publicación y, para convencerlo, le dieron una tunda brutal. Al día siguiente publicó el artículo.

Pero la crítica no se sustenta en valentonadas, sólo la afirma el rigor. La crítica no es tampoco despliegue de ocurrencias. Es una labor de serenidad, rigor y lucidez. La inteligencia de Cuesta logró voltear la retórica imperante contra sí misma. De este modo Cuesta nos muestra que los nacionalistas son antipatriotas, que quienes se dicen revolucionarios son reaccionarios y que el marxismo, que pretende combatir el opio de la fe, es, en realidad, una nueva religión. Como muy pocos, Jorge Cuesta fue capaz de percibir las insinuaciones del presente. Lo que apenas despunta como indicio, es desarrollado en todas sus consecuencias por la imaginación de su inteligencia. Hace una semana hablaba de su crítica al nacionalismo. Me referiré brevemente a su defensa escéptica de la democracia. La democracia, escribe Cuesta, ha de entenderse como un método de investigación. Es la antípoda del dogmatismo político. Es por eso que la autoridad democrática será irremediablemente imperfecta y decepcionará a quienes quieren una verdad total o la satisfacción inmediata de sus intereses. Más de una década antes de que Karl Popper expusiera su idea de que la democracia era un procedimiento modesto que apenas permitía librarnos de los malos gobierno sin derramamiento de sangre; Jorge Cuesta sostenía que el valor de la democracia era la posibilidad de renovación política a través del voto y la institucionalización de la crítica a través del parlamento.

La política, como la crítica, está expuesta a la tentación de la facilidad. La política democrática está particularmente amenazada por la inmediatez porque restringe el espacio y el tiempo del poder. Se actúa para lo inmediato; se desconoce lo distante, se niega lo costoso. Su horizonte es el aquí y ahora. Por eso suele escapársele el interés general. Pero si la democracia logra albergar la crítica, la próxima vez que el tenor grite “¡Viva Mazatlán!”, lograremos lanzarle los tomates que merece.

Reforma, 22 de septiembre de 2003

18/09/2003

Una fotografía

Apareció al día siguiente en una de las páginas interiores del New York Times. Mientras el resto de las fotografías registraban el horroroso estruendo de la tragedia, esta imagen parecía capturar un instante silencioso, casi podría decirse sereno, en medio del estrépito. Era la edición del 12 de septiembre del 2001. “Estados Unidos atacado,” gritaba la primera plana. Las fotografías de las torres apuñaladas lo exclamaban con mayor fuerza aún. Eran aullidos tras la embestida. La galería de ese día era un bordado de polvo, fuego y escombro: los portentos de una ingeniería descuartizados por los cálculos de otra. Y ahí, en pleno barroquismo de la destrucción, esa imagen desconcertante. El New York Times mostraba la fotografía; otros diarios norteamericanos también la publicaron ese día. Después desaparecería de la prensa. Su tranquilidad era intolerable; su belleza inadmisible. Hasta ahora, dos años después de la demolición de las torres gemelas, la fotografía emerge nuevamente.

La imagen muestra a uno de los hombres que se arrojaron desde lo alto de las torres, acosados por el fuego y el veneno del humo. El hombre parece suspendido en el aire. Una figura desciende tranquilamente por los rieles perfectamente simétricos del World Trade Center. No alcanzamos a ver su rostro, pero la expresión de ese cuerpo que se dirige a la muerte sugiere sosiego. Su cuerpo es una línea que se aviene al trazo de los edificios todavía en pie. La cabeza, como la punta de una flecha, apunta al centro de la tierra. No parece combatir la terrible succión de la gravedad. Los brazos no se mueven con desesperación: reposan en los costados; las piernas no se agitan frenéticamente: cuelgan de lo alto. Tiene todavía puestos los zapatos. Su pierna izquierda está un poco doblada, como si descansara casualmente. Si volteáramos la fotografía, veríamos a un hombre orgullosamente erguido que se dispone a marchar. Al ver la fotografía, no se oyen gritos ni lamentos; si acaso, el silbido del viento.

En el número más reciente de la revista Esquire, Tom Junod narra la historia de la fotografía y la búsqueda del hombre que retrata. Richard Drew, fotógrafo de la agencia AP, estaba esa mañana de martes fotografiando un desfile de modas. En ese momento escuchó a un camarógrafo de CNN comentar que un avión se había estrellado en una de las torres gemelas. De inmediato tomó el metro para atestiguar la tragedia. Y así empezó a tomar fotos de lo que sucedía. La foto del hombre cayendo la descubrió después, al ver en su computadora el resultado de su trabajo. El clic registra lo que el parpadeo desconoce.

Sabemos que, como toda fotografía, la fotografía de Drew miente. O, más bien, tuerce la verdad. Fotografiar es enmarcar y enmarcar es excluir, escribió Susan Sontag hace treinta años. Esta fotografía parece la imagen de un momento apacible. Pero es, en realidad, el testimonio de un cuerpo abrumado entre dos tormentos: unos segundos antes, el infierno de las llamas; unos segundos después, la muerte. Pero los tormentos no aparecen entre el marco blanco de la foto. La fotografía no narra. No tiene antes ni después. Y en ella puede verse tal vez un retrato de estoicismo; la bravura de la voluntad; la dignidad de un hombre que, frente a la inevitabilidad de su fin, decide abrazarlo. Quizá por eso resulta tan desconcertante. Acostumbrados al alarde del horror, toleramos las imágenes de la crueldad y de la angustia. Nuestra vida cotidiana está tapizada de esas estampas de barbarie. Lo que nos perturba de esta fotografía no es la visión del sufrimiento, sino la apariencia de quietud. Es más fácil aceptar el dolor de la víctima que la determinación de un hombre que decide su muerte.

Aquí puede verse la foto.

17/09/2003

Pesca

- Una crítica al manifiesto antihumanista de de John Gray. "He may be a master of aphoristic philosophy, but he employs specious, contradictory and surprisingly confused reasoning as much as he delivers worthwhile blows to our complacency." Aquí hay otra.
- Un ensayo de Terry Eagleton sobre las fuentes del terror. "Fundamentalism is a fight over meaning."
- ¿Podrá Tarantino sobrevivirse? Por lo que anticipa este artículo de slate, no hay muchas esperanzas: "Unlike Tarantino's first three movies, Kill Bill is said to have a minimal amount of the stylized dialogue that has become his hallmark. Beneath the violence and the cool soundtracks, Reservoir Dogs, Pulp Fiction, and Jackie Brown were mature stories about loyalty, about forgiveness and redemption, and about love. How will Tarantino achieve his goal of merging "sophisticated storytelling with lurid subject matter" when the characters hardly talk?"
- ¡Viva Lenin! Grita Zizek: "Lenin's opposition to economism is crucial today, given the divided views held on economic matters in (what remains of) radical circles: on the one hand, politicians have abandoned the economy as the site of struggle and intervention; on the other, economists, fascinated by the functioning of today's global economy, preclude any possibility of political intervention. We seem to need Lenin's insights more than ever: yes, the economy is the key domain - the battle will be decided there; one has to break the spell of global capitalism - but the intervention should be properly political, not economic. Today, when everyone is anti-capitalist - even in Hollywood, where several conspiracy movies (from Enemy of the State to The Insider) have recently been produced in which the enemy is the big corporation and its ruthless pursuit of profit - the label has lost its subversive sting."

16/09/2003

Pesca

- The revolution will start at happy hour. Un brillante artí­culo de Rafael Rojas en sobre Cuba: "La actual fantasía cubana carece del glamour de la República y de la solemnidad de la Revolución, pero contiene, en el sentido de Slavoj Zizek, un doble mensaje político. Cuba es una pequeña nación alegre y erótica que se descompone socialmente, una comunidad comunista y virtuosa que se corrompe moralmente. ¿Víctima de quién? De Estados Unidos, según el Gobierno de la isla. De Fidel Castro y su régimen, según la oposición cubana. La fantasí­a cumple, pues, la función de un llamado de auxilio a Occidente, una solicitud de rescate o, simplemente, de compasión, que lo mismo puede ser usada por el Gobierno cubano para perpetuarse en el poder que por sus opositores para propiciar la transición democrática. Es, en suma, la fantasí­a polí­tica de un país poscomunista en el Caribe.

Medio siglo después del estallido de una revolución moralista, que se propuso corregir los malos hábitos "neocoloniales" del pasado burgués -el juego, la prostitución, el privilegio, la frivolidad-, la imagen turí­stica de Cuba resurge, como moda siniestra, en la política simbólica del castrismo tardío. Los hijos de aquella burguesía derrotada y desposeí­da, como Consuelo Castillo, la hermosa cubanoamericana de la novela Animal moribundo (2002), de Philip Roth, sienten que la historia se vuelve una pesadilla ante sus ojos, cuando ven, por CNN o ABC, esas elegantes fiestas de fin de año en el cabaret Tropicana, con centenares de burgueses europeos, norteamericanos y canadienses, en una perfecta simulación del pasado, en un festejo perverso de la continuidad republicana. El gran final de la Revolución, dice Roth, es una burla, una farsa, un espectáculo sensual que remeda el encanto del antiguo régimen: "Una alocada celebración de nadie sabe qué".

- La lectura de Alan Ryan al nuevo libro de Richard Posner

- Ian Buruma se merienda a Gore Vidal. "Here is Gore Vidal, often hailed as the most important literary essayist in America, a liberal maverick, whose languid but always spirited voice of opposition to most US administrations since Kennedy's Camelot never fails to find the keen ears of the European liberal-left. He was asked on Australian radio about what Vidal calls the "Bush-Cheney junta", and how the Iraqis could have been freed from Saddam Hussein's murderous regime without US armed force. His answer: "Don't you think that's their problem? That's not your problem and that's not my problem. There are many bad regimes on earth, we can list several hundred, at the moment I would put the Bush regime as one of them."

He was asked on the same show what he thought might happen in North Korea. Answer: "I don't think much of anything is going to happen; they'll go on starving to death as apparently they are or at least so the media tells us." And what about those media, specifically Fox TV? This is when the elegant drawl of the habitual old wit suddenly gathered heat: "Oh, it's disgusting, deeply disgusting, I've never heard people like that on television in my life and I've been on television for 50 years, since the very beginning of television in the United States. And I have never seen it as low, as false, one lie after the other in these squeaky voices that you get from these fast-talking men and women, it was pretty sick."

The Bush-Cheney junta as bad as Saddam's dictatorship. Starvation in North Korea, who cares? It's probably American propaganda anyway. But Fox News, now that's truly disgusting. I am no fan of Fox News, but there is an odd lack of proportion here that could be interpreted in various ways: the callous frivolity of a decadent old man; the provincial outlook of a writer whose horizons end at the shores of the US, or perhaps even at the famous Washington DC Beltway. Or is there a little more to it?"

- ¿Adiós a Blair? Peter Clarke, un antiguo blairista, pinta su raya: "In some ways it seems unjust that Blair has had to face more criticism over the war than Bush. But Bush never seriously purported to be waging the sort of war that Blair thought he could get the UN to support. Bush's war was pretty straightforward in its objective of regime change, which has happened, as it was bound to once US forces had been committed. All that Bush needed to justify war was the war itself. What Blair would need to justify the war would be not only the end of the former Iraqi regime, which nobody mourns, but a good peace. (...)
For those of us who have supported Blair up till now, and have been sympathetic to New Labour as an improvement on Old Labour, there is now a crisis of leadership."

Mordiscos a Flaubert

Requisitos de la felicidad. “Ser tonto, egoísta y tener buena salud, son las tres condiciones para ser feliz; pero si nos falta la primera, todo está perdido.”

El arte de la soledad. “Nada penetra hasta mí desde el exterior. No hay oso blanco, subido en su hielo polar, que viva en un olvido de la tierra más profundo que yo. Mi naturaleza me lleva a ello desmedidamente, y, en segundo lugar, conseguirlo ha requerido su arte. Me he cavado mi agujero y en él me quedo, velando por que haga siempre la misma temperatura.”

La caída del pelo. “No somos durante nuestra vida más que corrupción y putrefacción sucesivas, alternativas, una invadiendo a la otra. Hoy se pierde una muela, mañana un cabello, se abre una herida, se forma un flemón, te ponen vesicatorios, te colocan sedales. Añádase a esto los callos en los pies, los malos olores naturales, las secreciones de toda especie y sabor, y el cuadro que resulta de la persona humana no es muy excitante. ¡Y decir que se ama todo eso!”

El sinsentido de escribir. “Ya no escribo; ¿para qué? Todo lo hermoso ha sido dicho, y bien dicho.”

Las delicias de escribir. “Es algo delicioso el escribir, el no ser ya uno mismo, sino el circular en medio de toda la creación de la que uno habla. Hoy, por ejemplo, hombre y mujer simultáneamente, amante y querida a la vez, me he paseado a caballo por un bosque en una tarde de otoño, bajo hojas amarillas, y yo era los caballos, las hojas, el viento, las palabras que se decían y el sol rojo que hacía entrecerrarse sus párpados anegados de amor.”

Los mejores productos de Dios. “Las tres cosas más hermosas que ha hecho Dios son el mar, Hamlet y el Don Juan de Mozart.”

El amor como azafrán. “Para mí, el amor no está, y no debe estar, en el primer plano de la vida; debe quedarse en la trastienda. Hay otras cosas antes que él, en el alma, que están, creo, más cerca de la luz, más próximas al sol. Con que, si tomas el amor como plato fuerte de la vida: no. Como condimento: sí.

Estilo. “En literatura no hay buenas intenciones. El estilo lo es todo.”

Felicidad. “La felicidad es una mentira cuya búsqueda causa todas las calamidades de la vida. Pero hay paces serenas que la imitan, y que a lo mejor le son superiores.”

La manía democrática. “La infalibilidad del sufragio universal está a punto de convertirse en un dogma que va a suceder al de la inflibilidad del Papa. La fuerza del brazo, el derecho del número, el respeto a la muchedumbre ha sucedido a la autoridad del nombre, al derecho divino y a la supremacía de la mente.”

Impudor de la imprenta. “Mi repugnancia para publicar no es, en el fondo, sino el instinto que tenemos de ocultar el culo, que también nos da tanto placer. Quere agradar es rebajarse. Desde el momento en que uno publica, se apea de su obra.”

Hermosura de la imprenta. “Publicamos para amigos desconocidos. La imprenta sólo tiene eso de hermoso.”

Leer y desleer. “Lo que vuelve tan hermosas las figuras de la Antigüedad es que eran originales: ahí está todo, el sacar de uno mismo. Y ahora, ¡por cuánto estudio hay que pasar para desligarse de los libros y cuántos hay que leer! Hay que beber océanos y mearlos de nuevo.”

Lo bueno de lo malo. “Hay que leer lo malo y lo sublime, lo mediocre no.”

Miseria del paraíso. “El concepto de paraíso es, en el fondo, más infernal que el de infierno.”

Dolor. “Nada peor hay en el mundo que el dolor físico, y a propósito de él, mucho más que de la muerte, soy hombre capaz de meterme bajo la piel de un ternero pare evitarlo, como dice Montaigne. El dolor tiene de malo que nos hace sentir demasiado la vida. Nos da a nosotros mismos como la prueba de una maldición que pesa sobre nosotros. Humilla, y eso es triste para gente que sólo se sostiene gracias al orgullo.”

Contra la ciudadanía. “No quiero formar parte de nada, ser miembro de ninguna academia, de ninguna corporación o asociación alguna. Odio el rebaño, la regla y el nivel. Beduino lo que queráis; ciudadano, nunca.”


De Cartas a Louise Colet, de Gustave Flaubert, publicado este año por Siruela.

15/09/2003

Cuesta y el nacionalismo

El nacionalismo sigue siendo en México una idea bien vista. Una superstición que ha provocado las peores guerras y las tonterías más aberrantes de este siglo sigue siendo aquí una noción prestigiosa. La máscara del chovinismo y del racismo, el desprecio de lo ajeno, una defensa de la tradición que niega el derecho al cambio, es vista entre nosotros como algo noble, como el desinteresado amor por la nación. La palabra es tomada como el amor a México. Así de simple. Los nacionalistas son los que quieren a México. Los otros terminan siendo los vendepatrias. Es curioso, mientras vemos con sospecha los nacionalistas de fuera, precisamente porque son nacionalistas confiamos en los de dentro, porque son de aquí. Schwarzenegger nos parece un racista, Lepen un xenófobo, los etarras fanáticos criminales. Pero son todos nacionalistas: adoradores de lo suyo y enemigos del exterior que perciben como una amenaza. Cada uno de ellos defiende el postulado básico del club: lo que importa es lo nuestro; primero nosotros. Buen retrato del vicio nacionalista: el único nacionalista bueno es el nacionalista propio.

Por fortuna, el nacionalismo ha muerto en el arte mexicano. No hay poeta, pintor, músico reputado que defina su creación como una exploración del alma característica del mexicano. Eso murió hace tiempo. Pero en materia política y económica, el nacionalismo goza de buena salud. La clase política mexicana sigue empleando con orgullo la palabra nacionalista. No conozco ninguna encuesta sobre el tema, pero apuesto que la mayoría de nuestros gobernantes se describiría como nacionalista. La amplia alianza conservadora tiene justamente ese carácter: un conservadurismo nacionalista. El deber de la política es guarecer lo nuestro, cuidar un legado histórico, evitar que ideas ajenas a nuestra idiosincracia perviertan nuestra preciosa tradición. Lo curioso es que buena parte de estos agentes de la preservación se describirán como hombres de izquierda, paladines de una política de progreso. Con buen tino, la revista nexos publica este mes una serie de colaboraciones sobre las “creencias deleznables del nacionalismo mexicano.” Ahí podrán encontrarse los artículos de Luis González de Alba y de José Antonio Aguilar sobre el mito de la soberanía y el mito nacionalista, así como los cartones de Calderón sobre el llamado “México profundo.” Vale la pena acercarse a este número de la revista para constatar los absurdos del engaño nacionalista. Sería buena acercarse también a los ensayos de Jorge Cuesta, que en estos días estaría cumpliendo cien años.

Jorge Cuesta es autor de la crítica más penetrante al nacionalismo mexicano. En la cumbre de su reinado intelectual, este poeta solitario expuso las razones de su miseria. Lejos de ser nuestro espejo, el nacionalismo nos falsifica; lejos de impulsarnos, nos detiene. Todo lo que puede decirse de esta intoxicación intelectual fue dicho ya por este hombre que, a decir de Octavio Paz, estuvo poseído por el temible dios de la inteligencia. Para Cuesta, el nacionalismo era un “error sentimental”, una moda que pretendemos calcar, un escudo de mediocridades, una idea falsificadora, la servidumbre de los fanáticos. La crítica de Cuesta parte de los dictado del gusto. Frente a quienes decretaban un viaje obligatorio a la mexicanidad, el veracruzano defendía su derecho a viajar libremente por los territorios de la literatura. Con su obsesión por las aduanas, los nacionalistas empequeñecen a la nación. “Su sentir íntimo, escribe en su ensayo sobre la literatura y el nacionalismo, puede expresarse así: lo poseído vale porque se posee, no porque vale fuera de su posesión; de tal modo que una miseria mexicana no es menos estimable que cualquier riqueza extranjera; su valor consiste en que es nuestra.”

El nacionalismo nos encierra en la jaula de nuestra anécdota. La característica central del nacionalista es la cortedad de su mirada: le interesa solamente lo que tiene frente a la nariz, lo suyo, lo conocido. Cuando sale del terruño se asegura de traer consigo un paquete de chiles para que el guiso extraño sepa a comida de casa. ¡Intolerable abrirse a platos ajenos al sazón de la infancia! Así, al esparcir el picante en las sopas andaluzas o en las pastas romanas, ruega que todo sepa a lo suyo. Por eso es el colmo de la fatuidad. “Su principio es: no vale lo que tiene un valor objetivo, sino lo que tiene un valor para mí. De acuerdo con él, es legítimo preferir las novelas de don Federico Gamboa a las novelas de Stendhal y decir: don Federico para los mexicanos, y Stendhal, para los franceses. Pero hágase una tiranía de ese principio: sólo se naturalizarán franceses los mexicanos más dignos, esos que quieren para México, no lo mexicano sino lo mejor. Por lo que a mí toca, ningún Abreu Gómez logrará que cumpla el deber patriótico de embrutecerme con las obras representativas de la literatura mexicana. Que duerman a quien no pierda nada con ella; yo pierdo La cartuja de Parma y mucho más.”

Paradójicamente, los nacionalistas terminan defendiendo lo ajeno. Es que, al pretender recluir la identidad colectiva en algunas señas características, consagran una idea falsa de lo propio. El nacionalismo mismo, es una idea ajena. Se trata, argumenta Cuesta, de “una idea europea que estamos empeñados en copiar.” Por eso la pintura, la novela, la música mexicanista son falsificaciones. “La idea más infecunda en el arte y la literatura mexicanos ha sido la ida nacional. (…) El nacionalismo mexicano se ha caracterizado por su falta de originalidad, o, en otras palabras, lo más extranjero, lo más falsamente mexicano que se ha producidco en nuestro arte y nuestra literatura, son las obras nacionalistas. Como una ironía del destino, encontramos que en el momento en que más ‘nacionales’ hemos sido es cuando nos hemos falsificado más.” El nacionalismo es eso: una fraude. Inventa un pueblo homogéneo con una historia común y un futuro compartido; instaura una fraternidad excluyente; nos envuelve en una cinta hermética que nos protege de un exterior abominable; fantasea sobre la irrepetibilidad de nuestro destino.

No se trata solamente de un engaño intelectual. También en el orden político y económico, el nacionalismo ha servido de coartada de los defraudadores. Lo apunta claramente Cuesta al reseñar el ensayo filosófico de Samuel Ramos. El error sentimental del nacionalismo nos ha sido enormemente costoso en términos estrictamente económicos. Cuidando ‘lo nuestro’, le hemos cerrado irracionalmente la puerta a los de fuera. Y lo de aquí, lo supuestamente nuestro, no es en realidad nuestro. Es lo que los jerarcas de la política han definido como lo nuestro. En estos extractos de Jorge Cuesta pueden verse los principales elementos del engaño nacionalista: una corriente extranjera que México adoptó y que no ha logrado desechar; una falsificación de nosotros mismos; un consuelo de la mediocridad; una bandera para la preservar eternamente lo existente.

Reforma, 15 de septiembre 2003

10/09/2003

Andar y ver. La Edición sin editores

En un artículo de 1972, Umberto Eco parodiaba la severidad de los editores imaginando su respuesta a algunos manuscritos famosos. Ante la recepción de un grueso manuscrito que no revela la identidad del autor y que se titula La biblia, el editor imaginario de Eco razona los motivos por los que la obra no debe ser publicada íntegramente. Las primeras páginas son estupendas. Tienen todo lo que un lector moderno quiere en un buena historia: mucho sexo (incluyendo adulterio, sodomía, incesto) y una buena cantidad de asesinatos, guerras y masacres. Pero los capítulos finales son lentos, cuando no francamente aburridos. Habría que publicar solamente los primeros cinco episodios del libro y sugerir un nuevo título: ¿qué tal Los fugitivos del Mar Rojo? El proceso de Kafka es un buen librito, con aires a Hitchcock, dictamina el lector. Pero hay que trabajarlo un poco más. Hay muchas cosas que no son claras: ¿en dónde se desarrolla la acción?, ¿por qué han procesado al protagonista? Hay que aclarar estas cosas, suplica el editor al remitente del manuscrito. Necesitamos hechos, datos, información clara para que el lector siga con interés este thriller. Y En busca del tiempo perdido, podría publicarse solamente si el autor permite una severa reparación: acortar las frases interminables, ventilar la lectura con la apertura de párrafos y corregir la puntuación. Solamente si el autor acepta estos remiendos, el manuscrito sería publicable. Si no los acepta, que se olvide de su libro.

La parodia de Eco captura esa imagen de la miopía de quien tiene en sus manos convertir en libro un paquete de hojas mecanografiadas. La leyenda del editor se columpia entre esta imagen del ciego que no logra apreciar los tesoros que toca y la del creador que, como ha dicho Gabriel Zaid, logra la hazaña de colocar un libro en medio de una conversación. No un reproductor de letras, sino un partero que contribuye a dar luz a las ideas que avivan a una civilización. El libro de André Schiffrin, La edición sin editor (publicada aquí por Editorial Era), es un retrato de esos dos personajes: el artesano que lucha por sobrevivir los zarpazos de una industria inclemente y el mercader que edita libros como quien multiplica tornillos.

De sangre le viene a Schiffrin la pasión editorial. Su padre fue en Francia el fundador de La Pléiade, la legendaria casa que publicó a los grandes de la literatura universal. Huyendo del fascismo, la familia llegó a Nueva York para seguir su trabajo editorial. André se acercó muy joven a Pantheon Books, una pequeña editora que logró publicar autores desconocidos, sobre todo autores negados por el macartismo: Hobsbawm, Sartre, Foucault, Duras. El catálogo de Pantheon fue convirtiéndose en uno de los más ricos acervos de la cultura norteamericana, particularmente en su ribera liberal. Se entendía que los libros no reportarían una ganancia de inmediato. Si esos hubieran sido los criterios, ninguno de los libros que editaba Pantheon habría sido editado. Mis criterios para publicar un libro eran sencillos, escribe Schiffrin: textos que oxigenaran la vida intelectual de los Estados Unidos, voces que expresaran las opiniones reprimidas durante un tiempo de intolerancia.

El mundo editorial de los sesentas fue extinguiéndose poco a poco. La edición sin editores es la memoria de esta catástrofe. Las editoras independientes fueron engullidas poco a poco por inmensos consorcios de comunicación. El caso que Schiffrin relata desde dentro de Pantheon es emblemático. Pantheon es adquirida por Random House, luego RCA, la cadena de discos, radio y televisión compra Random. Más tarde, el grupo Newhouse adquiere RCA y finalmente, el gigante alemán Bertelsman se apropia de un inmenso archipiélago de editoriales, estaciones de radio, revistas y disqueras. El arte de quien es capaz de pescar la voz necesaria en el concierto de la cultura, el oficio de quien sabe reconocer la semilla del genio, la labor de quien ayuda a parir un libro resulta triturado por las urgencias del emporio.

El lamento de Schiffrin es más que una queja al desalmado reino del mercado. Es una advertencia sobre los peligros de una lógica de la retribución inmediata. Cada libro ha de reportar velozmente una ganancia a la editorial; los hombres famosos han de convertirse en autores; los figurones de la política y del espectáculo deben recibir adelantos millonarios para asegurar su contratación; los títulos publicados deben promover los intereses económicos de los editores. Ese es el nuevo código imperante. Schiffrin relata, por ejemplo, los encuentros con Alberto Vitale, el banquero que llegó a dirigir Random House. El hombre no tenía la menor idea de quiénes eran nuestros más preciados autores y dirigía de inmediato la vista a la parte derecha de la hoja, ahí donde se insertaba la columna de las cifras. Sólo después de ver cuántos libros había vendido una obra, se le ocurría consultar el título.

En el mundo del libro, advierte, ha empezado a instaurarse una censura del mercado: si un libro no vende un cierto número de ejemplares en un año, no debe ser publicado. “Lo que se busca es el autor conocido, el tema de éxito y los nuevos talentos o los puntos de vista originales difícilmente encuentran lugar en las grandes editoriales.” Schiaffrin recuerda a un editor alemán que muestra la aberración de estos cálculos: “Si los libros de tiradas pequeñas desaparecen queda comprometido el porvenir. El primer libro de Kafka tiró 800 ejemplares, y el de Brecht 600. ¿Qué habría pasado si alguien hubiera decidido que no valía la pena publicarlos?” Nuestra conversación se habría desecado.

Cultura, Reforma, 10 de septiembre 2003

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