10/03/2004

Pesadilla en la Vía Dolorosa

Si pudiera dársele un oscar a un líquido, la sangre en sería un buen candidato al premio por su versátil y eficaz actuación en la nueva película de Mel Gibson. La sangre es el verdadero actor protagónico de La pasión de Cristo, que pronto se exhibirá en México. James Caviezel, el actor que da vida a Cristo, es, en realidad, parte de la escenografía, un objeto apenas animado que sirve de lienzo para el alarde histriónico de la sangre. La versatilidad de la actuación es extraordinaria: la sangre escurre, la sangre vuela; la sangre mana suavemente y estalla con violencia; la sangre gotea, la sangre brinca. La sangre desciende gota a gota y borbotea impetuosamente. La sangre conmueve, asusta, indigna, harta. Los diversos sonidos de la sangre conforman el diálogo más extenso de la película: el goteo sereno, el borboteo impetuoso, el estallido violento. Blip blip, glog, plash. La sangre dialoga con los puñetazos y las patadas, discute con los látigos y los azotes, reacciona a las interminables caídas, grita con los clavos. Una actuación extraordinaria.

La película de Mel Gibson que agitó un debate intensísimo antes de ser mostrada al público está provocando un debate mayor ahora que la cinta se exhibe en los Estados Unidos. Para algunos se trata de una película profunda que retrata con realismo las últimas horas de Cristo. Una película espiritual que se aleja del comercialismo de Hollywood desafiando al espectador con la fuerza de sus imágenes y las dificultades de un diálogo hablado en arameo y en latín. A mí me ha parecido una película repugnante: una cinta sanguinaria que ofrece una espiritualización del sadismo. La violencia interminable de la cinta, en efecto, pretende ser retratada como experiencia sublime. Mel Gibson no muestra el menor interés en el mensaje de Cristo, en su celebración de la esperanza y la fraternidad; no le interesa la vitalidad del personaje, su elocuencia, su radicalismo ético, su victoria sobre la muerte. Le interesa su sangre, su martirio, su dolor. Ahí está a su juicio el corazón de la enseñanza cristiana: el sufrimiento del salvador. La prueba de su divinidad no está en su cuna, ni en su mensaje ni en su resurrección. Está en su sufrimiento. Como lo observó el David Denby en el New Yorker, Gibson está tan obsesionado con la tortura de Cristo que está a un paso de convertir el mensaje de amor de Cristo en un mensaje de odio. Quien filmó esta fantasía masoquista odia la vida, escribió Leon Wieseltier en The New Republic. Es cierto lo que se denunció tempranamente: la película comunica un mensaje antisemita. Los romanos aparecen como títeres dóciles de la turba de judíos sedientos de sangre. Roma, en efecto, parece una colonia de Judea. Lo más perturbador de esta cinta no es, sin embargo, la caricatura de los judíos malvados y los romanos inocentes y brutos, sino esa cristiana adoración de la sangre.

Esta es una película que pudo haber filmado Wes Craven si se hubiera afiliado al Opus Dei o si hubiera vivido en el siglo XIV. El lenguaje cinematográfico de Mel Gibson pertenece, efectivamente a ese género del cine gore: cine de tripas, tortura y sangre. La gratuidad de la violencia en la película de Gibson es semejante a las películas de asesinos con sierras eléctricas. La muerte debe ser acompañada de alguna broma cruel y de mal gusto. Al final de la película, cuando uno siente ya la camisa empapada en la sangre que salpica la pantalla, Cristo aparece ya en la cruz. A su lado, sus dos vecinos agonizan. De pronto, un cuervo se posa en una de las cruces para darle picotazos al ojo de uno de los crucificados. ¿Qué necesidad había de mostrar esta secuencia? ¿Qué razón estética, cinematográfica, teológica explica esta decisión del del director? Ninguna. Pero ese instante es la clave de la cinta: la violencia es la estrella del género.

Pero hay que irnos con cuidado. Si no estamos de acuerdo con su película, nos advierte el actor australiano, en realidad no estamos de acuerdo con las escrituras y tenemos un problema con Dios. Gibson, un católico tradicionalista que cree que el papa se ha vendido al diablo de la modernidad, está convencido de que el espíritu santo fue coescritor del guión y coproductor de su película. Y Dios ha celebrado el resultado final.

Reforma cultura, 10 de marzo 2004

08/03/2004

El beato en su crisis

Andrés Manuel López Obrador sigue caminando alegremente con su canasta de dulces y su pantaloncito corto cantando el tralalá de sus virtudes. Como siempre, lo persiguen los lobos del Mal. Él no es responsable de nada. Se cree un santo, la plenitud de la bondad, de la decencia, de la integridad. Quienes lo critican son solamente las fuerzas oscuras del bosque que quieren merendarse al niño piadoso y compasivo, justo y afectuoso que es él. Ese sigue siendo el cuento en el que vive el tabasqueño. Levanta la voz, enseña los dientes, se irrita pero sigue cantando su homenaje para gritar que el lobo le quiere clavar el diente. La crisis más grave del gobierno de la Ciudad de México ha servido para reiterar la incapacidad del cura para reconocer sus errores, para admitir que abrió la puerta a la corrupción, que llevó al palacio de gobierno a un grupo de estafadores.

La reacción del Jefe de Gobierno es tan escandalosa como el escándalo mismo. Lo que indigna a Don Andrés no son los pillos que entraban y salían de su oficina como representantes suyos, como funcionarios de su gobierno, sino que se descubran y se divulguen los robos en el palacio de gobierno. Hacia allá ha dirigido sus municiones. De los hechos mismos de corrupción apenas ha hablado, lo que mueve su pasión es la conspiración que imagina, el complot que tiene que explicar lo sucedido. El escándalo reciente es una confirmación de dos sospechas: la primera es la naturaleza mafiosa del equipo que acompaña al santo de la honestidad valiente; la segunda, la naturaleza infantil de la mente del Jefe de Gobierno. De lo primero se ha hablado suficiente. Mientras Andrés Manuel López Obrador pontificaba una moralidad espartana, sus colaboradores más inmediatos hacían negocios con su posición política. No se trata de “funcionarios menores”, como se dice repetidamente en el lenguaje de la excusa. Era su ministro de hacienda y su secretario particular. El hombre a quien el alcalde encargó el cuidado de los recursos públicos y el hombre que organizaba su tiempo y sus acuerdos. Imaginemos un escándalo paralelo en el gobierno federal que involucrara al Secretario de Hacienda y al secretario particular del Presidente de la República. El primero prófugo y el otro defenestrado. No tengo la menor duda de que se estaría hablando de la renuncia del Ejecutivo. Pero el alcalde nos dice: “no es para tanto. Ya bájenle.”

La responsabilidad del Jefe de Gobierno en el nombramiento y en la vigilancia de su equipo inmediato es innegable. Una de las funciones fundamentales de cualquier gobernante es precisamente esa: nombrar un equipo profesional y confiable, vigilar puntualmente su actuación. López Obrador falló gravemente en ambas pistas. En el primer caso puede aducirse sorpresa; en el segundo no. Alegar que no estaba enterado de las actuaciones de su antiguo jefe de campaña, de su secretario particular, de su delegado en la Asamblea Legislativa es tan aceptable como la ignorancia que el antiguo presidente invoca sobre los negocios de su hermano. La suerte del beato López Obrador se acerca así a la del diablo de su obsesión: dos espléndidas carreras fracturadas por una relación de confianza que se vuelve en su contra. No digo que hayan sido traicionados, pues eso supondría engaño. Digo que esas relaciones, turbias desde el inicio, chicotearon en contra de sus padrinos.

La reacción de López Obrador ha sido infantil. No hay otra manera de calificarla. Él no es responsable de nada, él no sabía nada, él no debe cuentas a nadie. Quienes están en falta son la confederación satánica: la derecha, la presidencia, gobernación, el imperio yanqui. Ellos se han puesto de acuerdo para darle un golpe. Hace mucho tiempo, en un lugar oscuro, se reunieron todos ellos. Estaba Carlos Salinas de Gortari, Vicente y Marta Fox, el secretario Creel, el director de la CIA y algún mensajero del PAN. Decidieron infiltrar al señor Bejarano en el PRD al momento en que se formaba ese partido. Ahí lo protegieron y lograron su ascenso en la escalera partidista. Los malvados lograron crear un espejismo para que el impoluto Gandhi del sureste confiara en Bejarano, un hombre que ya había ganado sospechas al distribuir generosamente leche vitaminada con mierda. Fueron los satánicos quienes convencieron a López Obrador para que coordinara su campaña. Después, a través de sus engaños diabólicos, impusieron a Bejarano como su secretario particular. Los maléficos ocultaron los tratos sucios del secretario al irreprochable gobernante, quien después le dio su bendición para pastorearle el congreso local. Finalmente, los depravados hombres del poder y del dinero, los señores del viejo sistema, del neoliberalismo y del intervencionismo norteamericano decidieron mostrar un video en el que el inocente político acomodaba con pulcritud unos billetes en su maletín y en sus bolsillos. ¡Pobre López Obrador! ¡Qué malos son los hombres que no lo quieren! Y el tan bueno que es.

Esa es la interpretación que el alcalde quiere que creamos. Él no es responsable de lo sucedido. Es, por supuesto, una víctima. Se dice perseguido. Se disfraza de martir flagelado. Hasta su jefe de policía sugiere que el clima que vivimos puede provocar un atentado. ¡Qué locura! ¡Cuánta idolatría! Ahora resulta que si se descubren irregularidades en PEMEX o en la Presidencia de la República en realidad se está convocando a un gatillero. Los que me critican quieren matarme. Don Andrés, no se quedará callado. Ya lo ha dicho: piensa organizar una manifestación en el zócalo para informar de la Conspiración. Y luego no le gusta que lo comparen con el venezolano.

Es la mayor crisis política del gobierno de la Ciudad de México; es también la peor crisis en la historia del Partido de la Revolución Democrática. No se trata, como pretenden quienes quieren seguir usando el pantaloncito corto de la inocencia, de un complot de las fuerzas satánicas: es la exhibición de una suciedad de la que sólo son responsables el Jefe de Gobierno del Distrito Federal y los dirigentes del Partido de centro izquierda. El problema es serio y se origina dentro. Los responsables son los propios dirigentes del partido, empezando, por supuesto, con Rosario Robles. Hay que notar que, en esta crisis, no todos han seguido la ruta del infantilismo lopezobradorista. Hubo quienes, como Demetrio Sodi, lo advirtieron desde hace tiempo: las mafias están dentro. No le hicieron caso. Ha habido dentro del PRD también quienes han entendido que este golpe es serio y que exige en verdad un examen profundo de las razones que han llevado a este punto. El PRD puede seguir la ruta de López Obrador y engañarse con el cuento del lobo feroz que quiere comerse a la linda caperucita. Puede seguir la ruta del canibalismo y despedazarse hasta que no haya perredista vivo. El tercer partido debe evitar caer en estos extremos y limpiarse a fondo. De lo contrario, lo padecerán ellos y lo padeceremos todos los demás.

Reforma, 8 de marzo de 2004

01/03/2004

La amenaza mexicana

Samuel Huntington desató hace unos años un intenso debate alrededor de su idea del choque de las civilizaciones. Una vez que había desaparecido el enemigo comunista, se despejaba el terreno para un nuevo enfrentamiento histórico. No se trataba ya de la batalla entre dos proyectos económicos o dos potencias militares. La nueva historia estaría marcada por el choque entre Occidente y su principal adversario cultural: el islamismo. A juicio de Huntington, quienes declaraban que el fin del comunismo era la victoria irreversible de la democracia liberal cometían un grave error de juicio. La historia seguía caminando entre pleitos. La cultura, las religiones, la sangre fundarían el nuevo enfrentamiento. Ahora Huntington dispara un nuevo pronóstico: la guerra de las civilizaciones se librará también dentro de Estados Unidos. No será el choque de la sociedad norteamericana contra algún grupo fundamentalista que adora a Alá, sino contra un grupo de migrantes que come tortillas. Los mexicano-americanos son el peligro. El idioma español, el arma destructiva. Después de haber derrotado a los talibanes en Afganistán, teniendo el control de Bagdad, Huntington pide a los norteamericanos voltear la mirada a Los Angeles, la capital de esa amenaza que pone en riesgo la subsistencia de Estados Unidos.

El grito de alarma sería insignificante si no proviniera del politólogo más famoso de Estados Unidos. Samuel Huntington ha sido, sin duda, uno de los estudiosos de la política más influyentes en ese país durante los últimos 40 años. Sus muchos libros se reeditan anualmente en largos tirajes. El choque de civilizaciones se ha traducido a 26 idiomas. El profesor no se ha limitado a ejercer influencia sobre sus alumnos y colegas en la academia, sino que ha desbordado esas murallas para convertirse en un intelectual que dicta cátedra en todo el mundo. No es tampoco un intelectual mediático que aparezca constantemente en televisión y escriba regularmente en la prensa. Es un maestro tímido que escribe artículos provocadores en revistas especializadas que pronto engorda para convertirlos en libro. Su expresión es clara, libre de la jerga del académico, cargada de sentencias severas que frecuentemente desafían el lugar común. La distinción política más importante -dice en las primeras líneas de su libro sobre el cambio y orden político- no es el tipo de gobierno sino el grado de gobierno. Desde sus primeros trabajos, Huntington ha sido un generalizador eficaz: a partir de una intuición, brinca a una tesis dilatada y contundente que expresa con tino. Los hechos y las pruebas vienen después. Es el caso de su tesis sobre el choque de las civilizaciones: recogiendo algunos datos (no muchos y manejados con poco rigor), pescando citas, indagando en muchas zonas sin penetrar a profundidad en ninguna, arriba a conclusiones categóricas. Lo cierto que es su fama no ha estado acompañada de prestigio académico. Desde su primer trabajo sobre el militarismo, los libros de Huntington han recibido reseñas demoledoras acompañadas de excelentes ventas. El Stephen King de la politología norteamericana ha preferido siempre la hipótesis estruendosa a la prueba estricta. Más que ofrecer razones sujetadas en argumentos y evidencias, el politólogo es un generalizador que ofrece grandes modelos de interpretación.

El argumento de Huntington sobre la amenaza mexicano-americana se publicará en la edición de marzo-abril de la revista Foreign Policy que él mismo fundó hace tiempo. Una edición electrónica puede leerse ya en internet. La idea central es que Estados Unidos ha sido, desde su origen, una nación blanca y protestante que ha incorporado con éxito las más diversas migraciones porque éstas han estado dispuestas a aceptar un paquete de compromisos elementales: el idioma inglés, la religiosidad, la noción británica del Estado de derecho, una ética protestante de trabajo, el individualismo. Las muchas oleadas migratorias que han llegado a sus playas han aportado sabores, palabras, pigmentos a la comunidad norteamericana. Pero han incorporado a su vida los valores constitutivos de la identidad americana. Eso ha sido así desde la fundación de Estados Unidos. Una identidad cultural que funda la unidad política. Ahora, a principios del siglo XXI, ese país está amenazado por un grupo de migrantes: los mexicanos. Es un grave error, dice Huntington, tratar igual a los migrantes, sin detenerse a examinar sus diferencias culturales. La migración hispánica, particularmente la mexicana, difiere fundamentalmente del resto de las migraciones, constituyendo una amenaza única para la sobrevivencia de Estados Unidos.

¿Cuáles son esas diferencias? Huntington ofrece seis elementos distintivos: contigüidad, dimensión, ilegalidad, concentración, persistencia, historia. Los mexicanos no cruzan el océano para llegar a Estados Unidos. Cruzan una frontera cargada de peligros pero tienen a un paso el retorno a su patria. Son muchísimos. Los mexicanos representan la cuarta parte de los migrantes legales. Si a eso sumamos la porción de la ilegalidad, nos daremos cuenta de la magnitud del éxodo. Los mexicanos tienden a concentrarse en algunos estados, particularmente en California y los territorios que alguna vez pertenecieron a México. El año pasado, según registra este trabajo, la mayoría de los bebés nacidos en California era de origen hispano: más Josés que Michaels. Y, a diferencia del resto de las migraciones que se han establecido en Estados Unidos, los mexicanos podrían tener razones para fundar un reclamo territorial. Después de todo, Texas, Nuevo México, Arizona y California formaron parte de México hasta mediados del siglo XIX.

Huntington oprime nuevamente el botón de la alarma. Ve un país formándose en el suyo. Un país cultural y económicamente diferente, que habla un idioma distinto, conserva sus tradiciones sin incorporar las prácticas de su nueva casa, un país que mantiene su lealtad a otra bandera y se resiste a llamarse americano. A Huntington no le preocupan los turbantes sino los mariachis. Le alarma que las banderas de México ondeen en los estadios de Los Angeles, que los mexicanos de California desprecien la cultura americana, que Vicente Fox trate como héroes a los migrantes-reconquistadores y que se declare gobernante de 123 millones de mexicanos: 100 en México y 23 en Estados Unidos. Para el autor de "El desafío hispánico" la amenaza es muy seria: puede ser el fin de Estados Unidos, por lo menos de la nación que ha existido desde hace tres siglos.

Los aspavientos del doctor Huntington son claramente infundados. Los estudios serios contradicen la imagen que ofrece de la migración mexicana como una peligrosa cultura inasimilable. Como sus libros previos, este estudio es una combinación de instinto, inflamada demagogia conservadora, datos y frases hilvanados caprichosamente y simple ignorancia. Será, de cualquier manera, munición de un nuevo antimexicanismo que -ése sí- puede convertirse en una amenaza seria.

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