25/02/2004

¿Réquiem por el disco?

Hace unos días, Tower Records se declaraba en quiebra. Le empresa fundada en 1960, una de las instituciones clave en la venta de discos, quizás una de las tiendas con el catálogo más grande de música clásica en Estados Unidos, tiene una deuda de 5 millones de dólares que, simplemente, no puede pagar. Las ventas de la cadena que posee más de 90 sucursales en Estados Unidos, más muchas otras en Europa, Japón, el medio oriente y Latinoamérica (incluyendo cuatro en México), se desplomaron a partir de 1998, cuando las tiendas departamentales empezaron a vender discos con enormes descuentos, al tiempo que avanzaba la venta por internet y la piratería. Son malos tiempos para el disco. Son tan malos que pueden ser los últimos. Hace unas semanas, el crítico Norman Lebrecht vaticinaba que el 2004 sería el año de muerte de la industria de la grabación de música clásica.

Lebrecht, un prestigiado crítico musical, advierte la crisis de las disqueras que se han dedicado a grabar música clásica. Si hace unos cuantos años había una guerra comercial para ver quién contrataba a quién, para adquirir la exclusiva del nuevo violinista prodigioso, la nueva promesa del piano o los tenores que remplazarían al trío ubicuo, ahora es la guerra de los despidos.

En tiempos recientes, las grandes disqueras llegaban a grabar cerca de 120 nuevos títulos al año; ahora apenas llegarán a un par de docenas. En el artículo publicado a fines del año pasado en La Scena Musicale (puede leerse en http://www.scena.org/columns/lebrecht/031231-NL-recording.html), relata esta extraordinaria contracción de una industria condenada a la extinción.

El único sello que ha prosperado es Naxos, la empresa que ha logrado vender un amplísimo catálogo a precios muy baratos.

Lebrecht tiene una clara inclinación por las muertes en el mundo de la música. En 1997 publicó un libro titulado ¿Quién mató a la música clásica? (Who Killed Classical Mussic, Birch Lane Press), en el que hablaba con dramatismo del asesinato del arte musical a manos de la industria que la ordeña. La música clásica, sostiene el crítico inglés, ha sido víctima de los negociantes que se han apoderado del arte. Siguiendo el ejemplo de las estrellas del deporte y del entretenimiento, ha producido famosos más preocupados por sus contratos que por sus partituras. Ahora, el detective anuncia la inminente muerte de las grabaciones de música clásica. El deceso de los cedés es, para Lebrecht, una tragedia cultural: reducirá nuestra memoria musical al privarnos de la posibilidad de comparar interpretaciones de orquestas, solistas, directores.

Anthony Tommasini, crítico del New York Times, reaccionó de inmediato ante el grito de Lebrecht. En un artículo del 4 de febrero pasado advertía que, efectivamente, la criatura estaba enferma pero los funerales debían esperar. En cierto sentido, debe entenderse que la crisis de los grandes sellos es un castigo bien merecido. Efectivamente, firmas como EMI Classic's lanzan muchas menos novedades de lo que hacían anteriormente. Pero marcas más pequeñas, no solamente Naxos, están grabando discos valiosos y están logrando ingresos más que decorosos. La restricción de las grabaciones puede ser, incluso, señal de buen juicio, no solamente comercial, sino también artístico. Si antes cualquier tenor al primer éxito recibía ofertas para grabar todo el repertorio operístico, hoy deberá decidir cuál es la pieza que debe grabar en un año. En todo caso, no hay que confundir la crisis de los discos con la de la industria de la grabación. Ahora es cierto que corren la misma suerte. Mañana pueden disociarse cuando la grabación se acepte y aproveche las transformaciones tecnológicas.

Puede decirse que la crisis de la industria tradicional abre una nueva avenida para la producción y la comercialización de grabaciones. Si antes se producían miles de discos que esperaban los meses para encontrar su comprador, ahora pueden armarse los discos de las grabaciones deseadas y enviarlas por correo (electrónico o el otro) a quien lo solicite. Así empiezan a funcionar nuevas disqueras independientes: discos quemados a solicitud del comprador. En esa dirección caminará la industria disquera de música clásica, predice Tomassini. Pero es cierto que irá dejando de hacer discos, aunque no de hacer grabaciones nuevas. La bodega de almacenamiento de nuestra memoria musical dejará de ser el disco compacto para alojarse en el abdomen de una computadora. Un estudio reciente advierte que, dentro de unos cinco años, una tercera parte de la música será distribuida a través del módem, no de discos. Las colecciones de los melómanos abultarán la memoria de sus computadoras, sin invadir el espacio de sus salas.

El disco es mortal. A pesar del apego que pueda uno sentir por ellos, habrá que reconocer que sus días están contados. Con todas las mejoras técnicas de los últimos años, con el atractivo de su corporeidad, no tendrá nunca las ventajas ni los encantos del libro. La extinción de las tiendas de discos anuncia la muerte de su mercancía.

23/02/2004

Sus tiempos

Parece poco creíble que haya sido presidente de México tan recientemente. Sólo cuatro presidencias lo separan de la actual y, sin embargo, puede recordársele como representante de un mundo que nada tiene que ver con el nuestro. Sus tiempos parecen de otro siglo y lo son. No digo lo obvio: que nació y gobernó en un siglo que cronológicamente terminó hace unos cuantos años. Digo que perteneció a otra era, a otro universo, a otra civilización, quizá. Se ha hablado en estos días de su gobierno, de sus contribuciones a la apertura de nuestra política, de su monumental irresponsabilidad económica, de sus frivolidades. Quisiera hablar del personaje que se asoma en su escritura. Dudo que haya existido presidente mexicano en la historia que haya tenido tal obsesión por su propia naturaleza, sus raíces, sus huesos, su sangre. Las memorias que escribió desde su destierro son, naturalmente, una justificación de su gobierno, un homenaje a sí mismo. Pero no son eso solamente. Son también expresión de la angustia creada por su propia mitología. Un hombre encerrado en las cárceles de su imaginación. Las leyendas de su hidalguía, su fabulación de la historia mexicana, sus conjeturas sobre la materia y el universo construyen un drama que, sumado al poder absoluto, sólo podría haber desembocado en tragedia.

Si la expresión dijera todavía algo, podría decirse que José López Portillo vivió una vida de novela. Un niño de la clase media ilustrada transfigurada por la Revolución Mexicana; un joven apasionado que lee, se lía a puñetazos y viaja por el país; un novelista sin éxito; un funcionario que asciende discretamente los escalones del poder hasta llegar a la cúspide de un poder sin restricciones. Un Presidente que pretende rehacer la historia de su patria y termina viéndola sumida en la desgracia; un apostador, decía Gabriel Zaid, que lo juega todo a una carta... y pierde. Un hombre que recibe primero todas las adulaciones para recibir después todo el odio. El gobernante que un día sintió la plenitud y la redondez del poder, el político que paladeó la capacidad de transformar la realidad con sólo abrir la boca y pronunciar unas palabras, postrado en la desolación. Quien se ostentaba como un animal vigoroso y sensual, abatido por las humillaciones de la enfermedad.

En una de las primeras páginas de su gruesa autobiografía, José López Portillo escribe con letras graves: "Consultaré a las sombras de mi memoria para saber cómo ha resultado mi vida. ¿Qué ha pasado con ella? ¿He hecho el bien? ¿El mal? ¿Fui útil a mi Patria? ¿La serví o soy un demonio? ¿A quién hice daño? ¿Tengo saldos a mi favor? ¿Qué ha sido de mi vida?" ¿Se trata de un recurso retórico elemental para concluir que su vida fue una bendición, que sirvió como un héroe a la patria y que todos debemos entregárnosle en gratitud? Creo que no. Me parece que las tormentas interiores del hombre son auténticas, que entendió la vida, la de México y la suya, como un drama que escapa a la voluntad y que, por lo tanto, es un misterio. No es por casualidad que el epígrafe que abre su libro sea una expresión de Sófocles: "Hasta que uno se haya muerto, nadie sabe si su vida ha resultado buena o ha resultado mala". Quizá ni entonces puede saldarse la cuenta. Lo cierto es que el ex Presidente recordaba con ansiedad su propia vida. El hombre que ejerció el poder pleno, había soltado el mando y no podía ya escribir la historia. Intenta simplemente escribir su vida. Ve que su mundo se ha desplomado y que quienes le juraron lealtad y lo adularon para obtener sus favores, hoy lo sacrifican. Mis amigos se han unido a los lobos que quieren devorarme. Lo que hizo el político ya está hecho, lo que destrozó ya está destruido. La angustia de quien gobernó parece convincente en su escritura porque no oculta el examen de sus propios vicios, de sus propias limitaciones. Porque desnuda claramente sus obsesiones y deja ver sus cegueras. En mis entrañas, dice, queda la angustia histórica.

Desde esa angustia se escriben algunos párrafos de sus memorias. Otros muchos, la mayoría de ellos, están escritos desde la celebración: el gozo que le ofrecen sus palabras, la emoción de recordar sus gestos de nobleza, la satisfacción por una decisión que juzga preciosa, la jactancia de su hombría. Pero están también los párrafos de la desazón. La reflexión que suelta, por ejemplo, sobre la vanidad. "Lo reconozco. Soy vanidoso", dice frente al espejo. López Portillo entendía su vanidad como un vicio compensatorio. Tal vez como una virtud disfrazada de vicio. No sé odiar, no soy un hombre de rencores ni de resentimientos, decía. Por ello he necesitado arroparme de vanidad. "Imagino qué hubiera sido de mí si, privado de la fuerza del odio; sin el acicate de la venganza; dispuesto, con mérito o sin él, a perdonar, careciera yo, también de la vanidad y el orgullo". López Portillo reconoce que la vanidad fue su columna vertebral: el vicio que lo salvó de ser un molusco racional. El antiguo Presidente reconoce la fuerza de sus orgullos, sin hacerse cargo de sus consecuencias políticas. A Maquiavelo le faltó a su juicio un capítulo que pudiera titularse: "De si conviene que haya príncipes con orgullo y vanidad". En efecto, el florentino no escribió tal capítulo sobre los efectos de la vanidad en la adquisición y conservación de los Estados. Pero Weber, un maquiavélico a quien el profesor de Teoría del Estado conocía bien, sí lo hizo. Sus conclusiones no eran ambiguas, como lo eran en la introspección de López Portillo. La vanidad era, según Weber, el enemigo mortal de la responsabilidad política. Cuando un político se intoxica de su propio orgullo pierde irremediablemente el sentido de la realidad y con éste, su capacidad de decidir juiciosamente. Pero López Portillo tenía "el orgullo prendido a los huesos". No soportaba que lo empujaran. Y cuando sentía que lo empujaban, el chicote de su orgullo reaccionaba de inmediato. Lo advierte el memorioso: muchas de mis decisiones surgieron de esa pasión adherida a mis huesos.

Su visión de la historia era dramática. Hegeliano, al fin, creía que las contradicciones que han chocado a golpe de sangre, avanzan hasta la conciliación de una raza integrada. México era una nación sufriente a la que le dolía nacer. El dominio simbólico lo era todo para él: símbolo los volcanes, el águila, nuestra geografía, la conquista, nuestra vecindad, la revolución. Símbolos también el peso, el petróleo, el presidente de Estados Unidos, las ruinas enterradas, la banca. Así, su visión de la política era teatralidad pura: escenificación de ritos en los que se redime una nacionalidad herida. Las misas de la República. El problema fue que la inteligencia de López Portillo no escribía una enciclopedia de mitos nacionales. Gobernaba. Lo hacía guiado por las entelequias de su imaginación, desatendiendo la advertencia de los hechos. Sus decisiones, tan teatrales como caprichosas, se insertaban en ese mundo de símbolos ancestrales.

Reforma, 23 de febrero 2004

11/02/2004

Goya como alivio

En mayo de 1999, el crítico de arte Robert Hughes regresaba de pescar cuando su coche se estrelló con otro que lo embistió de frente. El accidente lo puso al borde de la muerte y cambió definitivamente su vida. Durante largos meses, su cuerpo fue bulto de hospitales. Tras cinco semanas en coma, una docena de operaciones, siete meses recluido en sanatorios y un dolor que nunca imaginó posible, soñó con Goya. El pintor aragonés apareció en sus alucinaciones como un hombre joven vestido de torero que lo aprisionaba en un cuarto repleto de horribles muebles de formaica y cortinas de plástico. El pintor y un grupo de sus amigos se reían a carcajadas del “inglés asqueroso” que se arrastraba por los suelos tratando de huir, mientras chillaban las alarmas activadas por los fierros de sus piernas. No se necesita ser el doctor Freud, dice Hughes, para reconocer el significado de esta visión: Goya me había atrapado. Durante años había acariciado la posibilidad de escribir sobre el pintor de Fuendetodos pero apenas había escrito un par de artículos breves sobre él. Ahora, triturado por mis dolencias, no podía rehuir el encuentro con él. Tenía que escribir sobre Goya.

Ortega y Gasset lo había anticipado en su ensayo sobre Goya. La vida es de quien la vive, no de quien, desde fuera, la ve. Por eso es como un dolor de muelas. La gracia de la biografía es que el biógrafo tiene que sustituir su punto de vista por el de su biografiado y conseguir que le duelan a aquél las muelas de éste. Hughes no ve la vida de Goya desde fuera. Quizá no hay desperdicio de experiencias y algo puede salir de la desgracia. “Por el accidente conocí el dolor extremo, el temor, la desesperanza; y puede ser que el escritor que no conozca el temor, la desesperanza y el dolor no pueda conocer plenamente a Goya.” De ahí nació el nuevo libro de Hughes (Goya, Knopf, Nueva York, 2003). Es cierto que la amargura se cuela en muchas páginas de libro. Porque sus penas en los hospitales se multiplicaron en los tribunales, suelta al principio del libro que la justicia australiana es a la justicia lo que la cultura australiana es a la cultura. Quien un día fue la gloria cultural de la isla, dice ahora que nunca beberá un vino australiano: ninguna exportación de ese país atravesará mis labios. Pero el retrato de Goya no es agrio es una celebración del genio. Hughes tampoco cae en el error de confundir sus dolores con los de su personaje. El crítico tiene la inteligencia para no imponer su autorretrato en la figura de su biografiado. Nunca sería tan tonto como para pretender proyectarme en Goya, ha dicho. Él fue uno de los grandes argumentos de la humanidad. Yo no soy una criatura semejante. Pero un gato bien puede echar un vistazo al rey.

El Goya de Hughes es un artista de este mundo, un pintor que no sintió apetitos metafísicos, sino sólo los otros. Nadie como él ha retratado el placer con tanta agudeza como ha captado el dolor. Es raro que un artista sea tan convicente en ambos mundos: el ombligo de la maja y las verrugas de sus brujas. Los infiernos del Bosco serán espeluznantes pero su sensualidad es infantil; las mujeres de Rubens están perfumadas de sensualidad pero sus crucifijos no huelen a muerte. En efecto, el primer realista del arte europeo fue tan admirable en sus tapices sobre las fiestas populares como en sus grabados de la guerra. Hughes recorre la vida de Goya mostrando la anchura de su genio. El retratista que capta el pliegue de una camisa y el desconsuelo de una mirada; el crítico que se burla de las supersticiones de la época y el patriota que rinde homenaje a la resistencia; el cortesano que adorna los palacios y el solitario que pinta para sí mismo. Como en sus obras anteriores, el crítico australiano comunica con talento la obra, la vida y el entorno de Goya. Hughes comenta sus cartas y sus viajes, sus amistades y sus padrinos; habla también de las desventuras de los borbones, de la Iglesia y de las ideas de la ilustración española. Ilustrado profusamente, el libro es igualmente un catálogo comentado de las obras más importantes del aragonés. Naturalmente, el acento de Hughes se coloca en los episodios y las representaciones del dolor. Largas páginas dedicadas a su sordera, a los cuadros de las brujas y los asnos, las estampas de la guerra y a los fascinantes cuadros negros. (De paso valdría decir que Hughes descarta como absurda la tesis que aquí comenté hace unos meses que sugería que Goya no había sido el autor de esos cuadros misteriosos)

El recorrido de Hughes muestra que el pesimismo de Goya es la desembocadura de su humanismo. Un humanismo sin esperanzas, sin ilusiones. Un humanismo retratado en un perro abandonado, en cadáveres mordidos por cuervos y en lienzos que retratan la nada. El dibujante de mil brujas escribió algún momento: las brujas no me asustan. La única criatura que me da miedo es el hombre.

09/02/2004

El otro indestructible

La contienda electoral en Estados Unidos empieza a calentarse. Hace unos cuantos meses la popularidad del comandante en jefe del Ejército norteamericano volaba por los cielos. Después de su controvertida elección, Bush II logró convertirse en un Presidente inmensamente popular. El presidente Bush supo movilizar la energía de un patriotismo lastimado. Frente al temor imperante, el texano aparecía decidido a hacer todo lo necesario por vengar el horror de las Torres Gemelas. Derrotó con facilidad al régimen de Hussein y logró apresar al dictador. Frente a él, una oposición empequeñecida encabezada por un dirigente vehemente y con enorme capacidad para movilizar a los nuevos ciudadanos pero poco creíble para enormes franjas del electorado se encaminaba al fracaso. Apenas hace unas semanas, las perspectivas de Bush eran inmejorables: subsistía la sensación de riesgo, la economía se reencaminaba a la recuperación y, del otro lado, aparecía un adversario fácilmente derrotable. En apariencia, el hombre era indestructible. Todo eso empieza a resquebrajarse.

Lo curioso es que fue seguramente el momento cúspide de la intervención militar lo que inició el giro que ahora se revierte. Ese momento fue la tarde del domingo 13 de diciembre del año pasado. Entonces las pantallas de televisión de Estados Unidos se cubrieron con las imágenes del dictador cazado. El hombre que se había escondido durante meses en un hoyo de ratas era exhibido con las barbas largas y sucias, la mirada perdida, obedeciendo con docilidad las instrucciones de sus captores. La presa era un trofeo del presidente Bush. Los críticos de la guerra sufrían un duro golpe. Como si hubiera recibido asesoría de la Casa Blanca, el puntero en las encuestas del Partido Demócrata, Howard Dean, refunfuñó una oración sensata pero políticamente inaceptable: no creo que estemos más seguros ahora de lo que estábamos antes de la captura de Hussein, declaró. Dean, uno de los pocos demócratas que saltó a declarar abiertamente su oposición a la guerra en Iraq desde el primer momento, tuvo razón. Como demostraron los acontecimientos inmediatos, la captura del dictador no terminó con los enfrentamientos en Iraq, ni detuvo los asesinatos de los suicidas, ni logró reducir la cuota diaria de muerte que paga el Ejército ocupador. Hussein no coordinaba la resistencia iraquí. Los problemas de la ocupación siguen siendo tan graves como antes. Pero esa reacción marcó el principio del fin del puntero demócrata. En un momento de júbilo que desbordaba a cualquiera de los partidos, el resentimiento apenas disimulado de Dean resultó perjudicial para su causa. El político innovador, el movilizador de las bases demócratas, el exitoso recolector de fondos a través de internet aparecía súbitamente como un político inmaduro y, sobre todo, indigno de confianza como presidente de Estados Unidos.

Esa fue la sombra que empezó a opacar su candidatura. Era cada vez más claro que, tras la captura de Hussein, la causa de Dean se desmoronaba. Un duro opositor de la guerra, representante del flanco más liberal de los demócratas sería enormemente vulnerable con el dictador tras las rejas. Fue así que resurgió la candidatura del senador Kerry. Sus críticos dicen que está mucho más a la izquierda de Dean, que su votación en el Senado no lo coloca en el centro sino más bien cerca de la punta liberal. Lo cierto es que tiene credenciales importantes en estos tiempos: combatiente de guerra que fue condecorado en Vietnam y estuvo a favor de la intervención en Iraq (a pesar de que votó en contra de la anterior guerra del Pérsico). Más aún, su trabajo en el Senado se ha concentrado en la formación de la política exterior. Esa ha sido su enorme ventaja entre la camada de demócratas que buscan el nombramiento de su partido. El argumento del senador ha sido claro: si el presidente Bush quiere debatir política exterior y asuntos de seguridad, adelante: estoy más que preparado para enfrentarlo en su propio terreno. Eso es lo que, al parecer necesitan los electores del próximo noviembre: una candidatura que asuma que el principal asunto que preocupa a los norteamericanos es la seguridad de su país tras los atentados del 11 de septiembre.

John Kerry se ha puesto la corona de lo que en Estados Unidos llaman elegibilidad. A lo que se refieren los comentaristas con este término es a la madera presidencial del candidato, la capacidad para derrotar al adversario común. Dean hizo mucho por el Partido Demócrata. Lo agitó, lo obligó a tomar posiciones frente a un Presidente que parecía imbatible, lo puso en el centro del debate político. Pero quien inició la batalla por derrotar al presidente Bush no es seguramente el mejor para ganarle el día de las votaciones. Eso es lo que sugieren las encuestas. Kerry es el político que tiene mayores posibilidades de alzarse con el triunfo en noviembre. Si bien el senador por Massachusetts no genera los entusiasmos que captó Dean, tiene una imagen de seriedad, una estampa de experiencia, una serenidad personal que le ayudan enormemente. Lejos de representar una candidatura que se apoya en los márgenes de la política, la suya se alimenta de la política tradicional. Tras 19 años en el Senado, Kerry entiende la política de Washington. Comparte las siglas de John F. Kennedy y busca recorrer el camino que desde entonces no se ha recorrido: del Senado a la Casa Blanca.

La elección está todavía muy lejos. Todo parece indicar que Kerry tiene prácticamente en la bolsa la postulación demócrata. Por lo pronto, los republicanos han tenido que reaccionar ante el fortalecimiento de su candidatura. Si pensaban que a estas alturas, los demócratas estarían destrozándose entre ellos, el fortalecimiento de Kerry los ha obligado a tomar postura. El propio presidente Bush, un Presidente que también se enorgullece de no leer los periódicos y que ha sido muy renuente a conversar con periodistas, salió ayer mismo a defender su Presidencia en la televisión ante la perspectiva de que su popularidad pierda piso velozmente al tiempo que la alternativa demócrata se fortalece. Los republicanos empiezan a sentirse nerviosos. Si Kerry es capaz de reforzar su candidatura con una figura atractiva y complementaria, la batalla será muy cerrada.

Bush es todavía un candidato fuerte. Las encuestas lo muestran como un Presidente popular, conserva el prestigio de un guerrero victorioso y la economía empieza a levantarse. También tiene debilidades serias: ha polarizado al país y se ha alejado de grupos importantes del Partido Republicano, particularmente de quienes se escandalizan de la explosión irresponsable del gasto gubernamental y el descenso de los impuestos. Lo que es claro es que el indestructible de hace unas semanas aparece hoy como un político vulnerable, un político que puede ser castigado electoralmente dentro de unos meses. En democracia, la popularidad no tiene nunca cimentación de piedra. El ánimo colectivo es una espuma que eleva y destrona.

Reforma, 9 de febrero de 2004

02/02/2004

El obispo

Seguramente se ha dicho todo ya del escándalo reciente del jefe de Gobierno del Distrito Federal y la persona que le conduce el coche. Han sido ya largos días de revelaciones y denuncias, de justificaciones y contraataques. ¿Valdrá la pena insistir en el tema? Quizá no. Los hechos y las acusaciones se conocen; se conocen también los argumentos del político cuestionado. Lo curioso es que él, lejos de dejar las cosas en paz lo más pronto posible, se ha convertido en el terco publicista de la polémica. Hasta que no logre convencer a todos los hombres de buena fe, López Obrador insistirá que su chofer no es un chofer, que es un hombre que trabaja muchísimo y que se trata simplemente de una campaña más de la derecha para arrebatarle el prestigio al adalid de la honestidad valiente. Es por ello que me atrevo a regresar a un tema que ha sido ya muy masticado para tratar de fijar el significado de la controversia y la importancia de las revelaciones recientes.

Vale la pena aclararlo: el escándalo del chofer no es un escándalo de corrupción. No se descubrió ninguna transferencia de recursos públicos a favor de quien prestó una ayuda ilegal al gobernante de la ciudad. No se reveló que dinero sucio hubiera financiado su campaña o que algún funcionario del gobierno capitalino recibiera una dádiva ilegítima. Subrayémoslo: frente a la pillería de los grandes fraudes recientes, el caso es una pequeñez. En este sentido, el alcalde tiene razón al cuestionar la súbita obsesión mediática con el caso. Nuestra prensa monotemática, efectivamente, se aferró al caso. Creo, sin embargo, que el asunto importa, en primer lugar, por la concepción del servicio público que se exhibe. Escribía José Antonio Aguilar Rivera en el periódico Milenio hace una semana que el caso revelaba con una extraordinaria nitidez la persistencia de la mentalidad patrimonialista. López Obrador salió a la defensa de un colaborador que trabajaba mucho; que se despertaba muy temprano; que lo acompañaba a todos sus paseos y que se dormía muy tarde. El chofer resultaba que no era solamente un hombre que conducía su vehículo, sino en realidad una ensalada de funcionarios en un solo cuerpo. Se trataba de una especie de chofer, secretario particular, guardaespaldas, jefe de ayudantes, coordinador de logística. Al parecer, también prepara un café (naturalmente, tabasqueño) muy sabroso. Un auténtico prodigio.

El alcalde se siente orgulloso de este arreglo. Pensará que está ahorrándole dinero a la ciudad. Pero don Andrés Manuel transporta a la vida pública criterios que pertenecen a la esfera privada. A su juicio, los funcionarios públicos no son trabajadores reclutados por sus méritos a través de mecanismos impersonales sino personas que son incorporadas al servicio público por su lealtad personal. Los funcionarios son sirvientes a los que puede exigírsele cualquier cosa (manejar un coche y preparar un tecito), que no tienen un horario definido y a los que hay que recompensar de acuerdo con la generosidad del jefe. Como al patrón le parece que Alfonso, su cocinero, que también es telefonista y experto en computación es un hombre muy trabajador, habrá que pagarle igual que a un subsecretario que nada más se dedica a cuidar el medio ambiente. Se levanta muy temprano a hacerme el desayuno. Prepara unos huevos motuleños exquisitos y sirve un jugo de naranja recién exprimido. Luego está toda la mañana muy cerca de mi oficina tomando los recados. Por cierto, escribe con una letra preciosa y con una ortografía bastante aceptable. A las 2:30 regresa a la cocina y prepara una comida deliciosa, muy mexicana y, por supuesto, muy barata. Luego, por la noche, cuando todos ya se fueron a dormir, don Poncho, que acaba de terminar sus cursos de computación, repara las máquinas descompuestas. ¿Cómo es posible que alguien se atreva a cuestionar el monto de su salario?


Ni asomo de una racionalidad de Estado. El patrimonialismo de López Obrador se muestra con mayor nitidez en su trato de la información. El político entiende la transparencia como la exhibición diaria del gobernante ante los periodistas. La mejor prueba de que creo en la transparencia, dijo en alguna ocasión, es que doy una conferencia de prensa todos los días. Pero más allá de ese teatro cotidiano, la actitud del gobierno capitalino ha sido la cerrazón más tradicional frente a la inspección de fuera. En plena tormenta de revelaciones, cuando la opinión pública descubría los salarios del hombre de los muchos oficios y de sus parientes, el gobierno de la Ciudad de México decidió retirar de la vista pública la información controvertida. La página de internet del gobierno fue cercenada electrónicamente. Reflejo exacto del más puro patrimonialismo: esta información es mía y no permitiré que otros la conozcan para golpearme. La información que nos causa problemas debe ser ocultada de inmediato. Pero eso sí: mañana platico con los periodistas. No vayan a creer que no doy la cara.

Alguien ha dicho que en todo escándalo lo peor no es la falta sino su encubrimiento. En este caso, creo que lo peor no ha sido el hecho sino los razonamientos que han pretendido justificarlo. El patrimonialismo que pavonea su orgullo. Y a su lado, el sermón de la intolerancia moralista. ¿Cómo se atreven a cuestionarme?, se pregunta indignado el gobernador del Distrito Federal. Pero no le sorprende: está cierto de que los impugnadores están propulsados por la mala fe, por la envidia. Rodeado de incondicionales, el político más popular del país se ha convencido de que quienes lo objetan son voceros de los intereses más siniestros del país. Ningún hombre honesto podría dudar de mi honorabilidad. La telaraña de los malvados pretende envolverme, pero los buenos saben que soy la plena virtud. Con su tonadilla moralista, López Obrador insinúa que detrás de quienes teclean alguna crítica en su contra está el patrocinio de "El Innombrable". Así lo llama, entre chistes, el predicador. Y traza de este modo una línea entre los suyos y los otros; entre los amigos de la justicia (que no de la ley) y los conspiradores.

El vendaval del chofer coincidió con el alboroto por la pastilla anticonceptiva que los obispos denuncian como un abortivo. Al mismo tiempo, dos despliegues de moralismo intransigente. Su lógica es idéntica: poseedores de la verdad y de la moral que acusan a sus enemigos de ser sirvientes de Satanás. Los hechos son irrelevantes, las leyes son trapos si no se ajustan a los dictados de una conciencia limpia. Son los mandamientos de Dios, dicen unos. Son mis principios, replica el otro. Andrés Manuel López Obrador se comporta como obispo: sermonea, dicta clases de moral pública, lanza acusaciones a los pecadores. Desprecia las reglas del Estado. Es la encarnación de la moral, el camino de la esperanza. Los admiradores de López Obrador son seguidores de un obispo progre que se viste con trajes de inmaculado para predicar una virtud por encima de las leyes y repartir excomuniones a los infieles. ¡Qué izquierda!

Reforma, 2 de febrero de 2004

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