27/01/2004

La virtud de la lujuria

La Universidad de Oxford y la Biblioteca Pública de Nueva York emprendieron hace un par de años la tarea de repensar los siete pecados capitales. Hace quince siglos, el mismo papa que dio su nombre a los cantos gregorianos definió la lujuria, la soberbia, la gula, la ira, la envidia, la pereza y la avaricia como los pecados mortales: ofensas del alma, atropellos de la ley divina, palabras, deseos que convierten a un hombre en enemigo de Dios y lo colocan en el camino del infierno. ¿Qué valor tendría hoy el listado de transgresiones fijado por el papa Gregorio Magno hace tanto tiempo? Para meditar sobre estas tentaciones, la universidad y la biblioteca conformaron un grupo de inteligencias diversas para echar luz fresca a esta cuestión. Una novelista, un filósofo, un par de críticos, un filósofo, una dramaturga, un pastor bautista y un monje tibetano (el padre de Uma Thurman, por cierto) colaboran en este esfuerzo por conformar una nueva cartografía del mal, o, por lo menos, de nuestros entendimientos del mal. Tras las conferencias, se han ido publicando poco a poco los libros. Por el momento, pueden encontrarse ya en librerías de Estados Unidos los volúmenes sobre la envidia, la gula y la lujuria.

Simon Blackburn, es el autor del ensayo sobre la lujuria. Se trata de un filósofo británico que ha sido capaz de cruzar la cortina de la academia y comunicarse con un auditorio amplio en libros como Think, una invitación a la filosofía, y Being Good, una introducción a la ética. Este nuevo libro es ambas cosas: un acercamiento a la lujuria y una incitación. Blackburn se pregunta si es la persona correcta para escribir el libro. Soy un tipo canoso, un hombre a quien tientan (o deberían tentar) otras brujas; los pecados de mi edad son otros, como la envidia o la rabia. Soy hombre y soy heterosexual, lo cual me excluye del círculo de quienes están autorizados por la moda para hablar de su sexualidad; soy filósofo y eso, según dicen, me impulsa acariciar conceptos más que muslos y, para colmo, soy inglés: la raza de la frialdad. Nadie que no hubiera sido inglés pudo haber dicho aquello que Lord Chesterfied dijo sobre el sexo: “el placer es momentáneo, la posición ridícula y las consecuencias siniestras.”

A decir verdad, Blackburn sale bien librado de su encuentro (intelectual) con la lujuria. En este pequeño libro que apenas sale de la imprenta, pasea entre divagaciones de filósofos, obsesiones de moralistas, imágenes de pintores y leyendas literarias. El filósofo forja un concepto compacto que lo limpia de las viejas quejas, nos cuenta la historia del repudio y emprende la vindicación del pecado.

Apenas te miro un instante y ya no puedo pronunciar palabra.
al momento mi lengua se seca
y un fuego sutil recorre mi cuerpo,
no puedo ver con mis ojos,
me zumban los oídos, y un sudor frío me invade y
toda yo me estremezco;
más pálida estoy que la yerba,
y siento que me falta poco para morir...

Estas palabras de Safo describen maravillosamente la fisiología de la lujuria: una inundación del deseo. La lujuria resulta así un deseo ardiente del placer sexual por sí mismo. No es un deseo calmado y sereno, es fogoso e irreflexivo. No es tampoco ruta para obtener otra cosa: su propósito no es otro que el placer. La lujuria ha tenido siglos de mala prensa. Nos conmueve ver una pareja de amantes que se toma de la mano en el parque, dice Blackburn, pero nos indigna que se exhiban copulando entre los arbustos. Si el amor recibe el aplauso universal, la lujuria es vista como la impresentable prima grosera que no sabe hablar porque sólo alcanza a gimotear. Platón, Séneca, San Agustín, Kant han sido algunos de los más duros censores de la voluntad de placer y han construido así la leyenda negra de la lujuria. Blackburn se propone limpiar su nombre.

Si las virtudes son, como sugería Hume, cualidades que son útiles o agradables, entonces la lujuria debe ser considerada una conducta virtuosa. La clave de esta reivindicación está en un párrafo de Hobbes. “El apetito que los hombres llaman lujuria... es un placer sensual, pero no solamente eso; también hay en él una delicia de la mente: porque consiste en dos apetitos juntos: dar placer y recibirlo; y el deleite que los hombres obtienen al deleitar, no es meramente sensual sino un placer de la mente y consiste en la imaginación del poder que tienen para deleitar.” La lujuria se vuelve así una música de deseos. No es fuente del mal, no es una degradación, no es un acto abusivo que rebaja a los otros, que los utiliza y luego los tira a la basura como un limón que ha sido exprimido. La virtud de la lujuria nos conecta al mundo por la sinuosa línea del placer. ¿Qué hay de malo en ello?

Reforma, cultura, 28 de enero de 2004

26/01/2004

La guerra de la legitimidad

El presidente Bush fue interrumpido un buen número de veces al pronunciar su discurso ante el Congreso, el pasado martes. Después de todo, se trataba de un acto con un fuerte contenido electoral: hablaba el Presidente candidato para mostrar sus orgullos, para persuadir que sólo su reelección puede brindar seguridad a los norteamericanos. Los republicanos ensalzaban con su aplauso vehemente al indispensable líder de la indispensable nación. Tal vez el momento más exaltado de la ceremonia fue la respuesta de la asamblea ante la defensa del unilateralismo. La ocupación de Iraq, dijo al principio de su discurso, no tiene por qué ser internacionalizada. Desde el inicio de la confrontación armada, argumentaba, una extensa coalición ha respaldado a Estados Unidos. Algunos críticos, declaró, han dicho que nuestras obligaciones en Iraq deben ser internacionalizadas. Esta crítica, dijo con una mueca irónica, es difícil de explicárselas a nuestros socios en Inglaterra, Australia, Japón, Corea del Sur, Filipinas, Tailandia, Italia, España, Polonia, Dinamarca, Hungría y así siguió mientras los aplausos fervorosos lo envolvían. Poco importa que la coalición que el Presidente presumía es en realidad una coalición de saliva. Más allá de Gran Bretaña, que tiene 11 mil soldados en Iraq, y tal vez de Italia, que ha enviado unos 3 mil oficiales, el resto de los países ha apoyado la ocupación con declaraciones y con enviados que no están destinados a combatir.

Inmediatamente después, el presidente Bush cerró con una frase que prendió aun más el entusiasmo de sus simpatizantes. "Desde el principio, Estados Unidos ha buscado el respaldo internacional para las batallas en Afganistán y en Irak. Hemos recibido mucho apoyo. Pero hay una diferencia entre el mando de una extensa coalición de naciones y el sometimiento a las objeciones de unos cuantos. Los Estados Unidos -remató- no buscarán jamás un sello de autorización para defender la seguridad de su gente". Aplausos.

Nadie discute que los países tengan el derecho de defenderse. La propia Carta de las Naciones Unidas autoriza explícitamente el uso de la fuerza para repeler una agresión. La pregunta de hace un año no solamente continúa, sino que se ha hecho más pertinente en estos meses. ¿Existía una auténtica amenaza? Todo parece confirmar que las armas de destrucción masiva no existen ni existieron. Si hace un año, en la comparecencia del presidente Bush ante el Congreso norteamericano, se insistía en la gravedad del peligro que constituía el régimen de Sadam Hussein por las catastróficas armas que poseía, en esta ocasión, el mandatario decidió ignorar el tema. Simplemente se ufanó en decir que el mundo es más seguro ahora que el régimen de Hussein ha sido depuesto y el propio dictador apresado. Es posible que así sea. El problema es que la justificación pública de la intervención militar fue explícitamente el combate de un régimen que podría lanzar un ataque contra Estados Unidos. Kenneth Pollack, experto en cuestiones de seguridad, ha escrito un artículo recientemente en el que advierte que los estudios de inteligencia que fundaron la operación militar estaban fundamentalmente equivocados y que, peor aún, fueron interpretados de manera tramposa por los encargados de definir la estrategia norteamericana. Pollack, quien en su momento defendió la necesidad de invadir Iraq, concluye en este texto publicado en el número de enero-febrero de la revista The Atlantic: la administración Bush debe admitir que se equivocó en el tema de las armas de destrucción masiva y encargarse de corregir esos errores de inteligencia y que no se vuelvan a repetir. El fiasco de las armas será una sombra en la imagen de Estados Unidos. Ningún extranjero, dice el crítico, confiará en los servicios de inteligencia de Estados Unidos ni podrá creer tampoco que la administración Bush dice la verdad.

El gran tema que subyace a esta discusión es el de la legitimidad internacional. ¿Cuál es el fundamento de justificación de las intervenciones norteamericanas? Si algo llama la atención del discurso dominante en la administración Bush es esa especie de provincianismo imperial que actúa en todos los rincones del planeta, pero que no acierta en levantar la cabeza para apreciar las exigencias de la comunidad internacional sino que simplemente actúa para promover sus intereses internos. Recordemos que hace unos meses, uno de los halcones más renombrados del estado mayor bushiano cuestionaba la existencia de esa entidad. ¿Comunidad internacional? Eso no existe. Los efectos de esta miopía están a la vista. El éxito militar reciente está acompañado de un fracaso diplomático, de un severo aislamiento político. Nadie duda del inmenso poder económico y militar de Estados Unidos. Lo que se pone en duda es la naturaleza de su liderazgo. "Los Estados Unidos están padeciendo, por primera vez desde la Segunda Guerra Mundial, una crisis de legitimidad internacional". Quien escribe eso no es un ensayista francés o un ecologista alemán. Lo ha dicho uno de los intelectuales más prominentes del neoconservadurismo norteamericano, promotor de la intervención militar en Iraq y apologista de la política exterior del presidente Bush. Se trata de Robert Kagan, autor del ensayo más influyente en la arena de los debates internacionales recientes. Kagan publicó hace unos meses un librito en el que abordaba las diferencias entre la política exterior de los europeos y de los norteamericanos. La cápsula de su alegato es que Europa y Estados Unidos no comparten una visión del mundo. Europa es de Venus y Estados Unidos de Marte. Tras la Segunda Guerra, Europa desarrolló un sentido de paciencia y aprendió a conducir sus vínculos internacionales a través de reglas y negociaciones permanentes. Los Estados Unidos, por el contrario, están marcados por una fuerza que se empeñan en exhibir y por una urgencia que los vuelve impulsivos.

En un adelanto de la posdata a su célebre ensayo Sobre el paraíso y el poder (Vintage Books) que fue publicado este sábado por el New York Times, advierte los peligros de una política exterior de la potencia hegemónica que pierde de vista la necesidad de una justificación más allá de sus propias fronteras. Los diseñadores de la política exterior de Estados Unidos sostienen abiertamente que la única base de su acción es la defensa de sus propios intereses. No tenemos por qué basar nuestra conducta en la defensa de los intereses de otros o en los intereses de todos. Nuestros intereses son fundamento suficiente. ¿Lo son? Esa es la pregunta de Kagan: ¿puede la única potencia declarar al mundo que sus pasos están movidos exclusivamente por su propia definición del interés nacional? Esa es la batalla internacional más complicada para la inmensa isla norteamericana. No es la guerra que se libra con acciones militares, sino la que se desarrolla por puentes diplomáticos. El gran problema es que ésa, al parecer, sigue siendo una guerra desconocida.

Reforma, 26 de enero de 2004

20/01/2004

La ausencia del presente

El barco se está quedando solo. Los marineros saltan al mar; no les importa mucho a dónde caen. Lo importante, lo urgente es dejar la embarcación arruinada. No se ha hundido y, hasta donde puede verse, tiene todavía combustible. El casco parece entero, sin perforaciones o abolladuras realmente graves. Sin embargo, todos los tripulantes del barco se lanzan al agua. El capitán no se da cuenta de lo que pasa. Tal vez ése es el verdadero problema. Como desde el día en que la nave zarpó, él permanece en el yate de sus sueños. Nada lo despierta. Todo el tiempo canta que las cosas van bien, que el barco avanza, que la travesía es maravillosa. Pero el barco lleva meses sin moverse. Permanece ahí, a flote pero detenido. Será por la desesperación de vivir en la inmovilidad que ya nadie le hace caso. Ni su enamorada lo escucha. Como todos los demás, ella sabe que el presente de la embarcación terminó; que es necesario dar el brinco para pescar el bote de relevo.

No estoy haciendo una nueva esquela al sexenio de tres años. Estamos a la mitad del camino y, si bien parece que los cambios de fondo no tienen ningún horizonte de realización, también es cierto que quedan cosas por hacer y que habría espacio para conseguirlas si es que la administración detectara lo realizable y lograra concentrar energías. La negociación con el Congreso no dio frutos. Lo que no se logró en estos primeros años de gestiones con la legislatura, no se logrará en los meses que vienen. Pero hay cosas que hacer -quizá más modestas que las que se imaginaban inicialmente pero todavía importantes. No todo necesita atravesar el puente que comunica a los poderes. En esa órbita de facultades del Ejecutivo podría concentrarse la acción del gobierno federal. Pero las sucesivas derrotas de la administración han tenido un efecto en el ánimo de los actores políticos. Se ve el presente como un territorio estéril y lo único que enciende esfuerzos es el paraje del futuro. La clase política ha llegado a la convicción de que el presente se ha agotado y que es debido, por lo tanto, instalarse en la sala de espera.

Quienes se apresuran a lanzar condenas morales a las acciones políticas gruñirán de inmediato: ¡una nueva señal de irresponsabilidad! ¡Tantos problemas azotando al país y estos hombres pensando en candidaturas y adelantando campañas! ¡Y tan lejos que está el relevo! Es cierto: es una profunda irresponsabilidad abandonar el compromiso con lo inmediato para afiliarse al contingente de los ansiosos. Será cierto, pero también es verdad que este presente no alimenta a nadie. Cuando el presidente de la República instruye a los miembros de su gabinete para que dejen de pensar en asuntos electorales del mañana y se concentren en las tareas políticas que hoy tienen a su cargo, llama a misa. El Presidente les pide que sean buenos, que no se se distraigan y que se porten bien. Como aquel capitán que suplica a los tripulantes de su barco que se queden en él, a pesar de que no se mueve, que no va a ningún sitio y que tarde o temprano se va a hundir. Quédense aquí. ¿A qué?, le preguntan todos, desde el agua. El problema del inicio de la segunda mitad de este sexenio es que no ha trazado un nuevo horizonte de compromisos concretos, no ha definido los propósitos realizables dentro del nuevo escenario de una administración contrariada. Tras la segunda derrota fiscal del gobierno era indispensable un corte de caja y un replanteamiento realista de lo que era realizable. Una época de la administración concluyó en ese fracaso. Durante la primera mitad del gobierno se pensó que se podría construir una alianza con el Congreso para producir reformas importantes. Esa fue la apuesta. Ese es el fracaso. No se logró el consenso ni la mayoría. La derrota en el centro de la estrategia presidencial, visible y ruidosa, llamaba a una redefinición sustancial para buscar resultados en el segundo trienio. Se optó por el autoengaño. El discurso oficial sostuvo así que no había pasado nada malo y que lo que ha pasado es muy bueno. Mucho hemos logrado y vamos por más, dicen. Es reconfortante escuchar el nuevo eslogan: no han perdido el sentido del humor. Es grato encontrar un gobierno que tiene sentido de la ironía y que es capaz de burlarse de sí mismo. ¡Vamos por más!

La estrategia del falso orgullo será risible como publicidad, pero como política es algo serio. Es la renuncia a la acción. Se colorea un país que nadie ve, se ensalza una administración que nadie ha visto. Lo peor, insisto, no es la broma a la ciudadanía, sino el mensaje a los propios aliados. En el momento en que el gobierno federal debía reinventarse, decidió celebrarse. A los tres años, una nueva fiesta. Así, el jefe del gobierno federal que hace unos pocos meses se atrevía a elaborar una honesta autocrítica, ahora se alaba y, al hacerlo, comunica a sus colaboradores, a sus respaldos políticos que nada tiene que cambiar, que no es necesario un viraje, que no necesita imaginar una estrategia nueva para circunstancias nuevas. Después del segundo revés de la reforma fiscal, ha venido el llamado a la inercia. Que no cambien los funcionarios, que no cambie el discurso, que no se reformulen las propuestas. Nada. Que todo siga igual porque vamos muy bien. El llamado del gobierno del cambio es que nada cambie en su gobierno.

Si los políticos huyen de este presente es porque aquí no hay nada. Hoy nos entretenemos con las encuestas de la hora que imaginan que hoy es una elección todavía muy remota. Devoramos las declaraciones de los aspirantes cuando insinúan sus ambiciones, los gestos de sus críticos y de sus promotores, las especulaciones de los opinadores. Quizá dirigimos la atención a esta disputa de los personajes que pueden gobernar a México dentro de tres años porque es simplemente entretenido el circo de los pretendientes. Lo ha sido siempre, lo es en todos lados. El espectáculo tiene rasgos conocidos e ingredientes inéditos. En el partido gubernamental se reedita en una versión un tanto patética aquel juego perverso del tapadismo. Pero hoy existe una nueva mecánica de ambiciones. En el México de la competencia el quietismo ya no funciona. Vemos este espectáculo como escenificación de un viejo México nuevo. Pero también vemos hacia allá porque francamente no hay mucho que ver aquí. Tras la derrota del fin de año, se acabaron las municiones del gobierno federal. Si la administración de Fox es una combi estacionada, no puede extrañarnos que queramos ver el desfile de unos postulantes que se promueven con sus exhibiciones y sus disimulos. Ahí hay, por lo menos, algún movimiento. Unos pretendientes son más simpáticos en invierno, otros se vuelven odiosos con el frío. Los favoritos de alguna facción se desploman de repente y quienes antes eran ignorados aparecen súbitamente como punteros. El entretenido circo de las preprecandidaturas puede ser un espectáculo muy poco edificante. El otro no edifica ni entretiene. Por eso nos urge imaginar que ya se acabó.

Reforma, 19 de enero 2004

14/01/2004

Andar y ver. Bobbio y la templanza

En las muchas notas que ha suscitado la muerte de Norberto Bobbio se destacan sus contribuciones a la historia de las ideas políticas, su defensa de la democracia, su figura de santón de la izquierda democrática. No es extraño que así haya sido porque la trayectoria del maestro turinés está ligada a la exploración de la fronda del pensamiento político occidental y la participación sensata en los asuntos candentes de la circunstancia italiana. Se pasa por alto el giro que su obra tomó en los últimos años de su vida. Un hombre dedicado a comentar en el salón de clase los escritos de los clásicos y a aprovechar sus enseñanzas para orientar el debate de día, volvió con la vejez los ojos hacia su experiencia. El vuelco es curioso. Su filosofía política es una especie de negación de sí mismo porque caminó siempre de la mano de sus clásicos. Su inteligencia ordenadora apenas se escucha como la voz de un intérprete de las ideas de otro. La vejez lo conectó con otro clásico: él mismo.

Fue así que Bobbio fue cediendo a la tentación de hablar de su propia vida. El territorio de la vejez, dijo, es la memoria. Hace unos años publicó un volumen autobiográfico armado con fragmentos previamente publicados, entrevistas, cartas y conversaciones; dedicó un libro a pensar el sentido de la vejez en De senectute y escribió un ensayo sobre la virtud que le resultaba más querida: la templanza (Elogio de la templanza y otros escritos morales, Temas de hoy, 1997). Francisco Ansuátegui y José Manuel Rodríguez, traductores del libro, dedican varios párrafos a explicar las dificultades para traer al español el término italiano mitezza. Una primera traducción podría ser mansedumbre, un término más próximo a los animales que obedecen al hombre que a los hombres mismos. Los traductores se inclinan por el término templanza, pero aclaran que la noción de Bobbio está asociada con las ideas de mesura, moderación, dulzura, flexibilidad, suavidad.

Debe advertirse que el pensamiento de Bobbio no está inclinado al tratamiento de las virtudes. Moderno, discípulo de Hobbes, receloso de la ampulosa retórica republicana, Bobbio no cree que la convivencia pueda sostenerse sobre los pilares de la virtud. Es la corpulencia de un Estado que castiga, no la autenticidad de una moral que enaltece lo que puede dar sentido a la convivencia. Frente a la ética de las virtudes, el turinés abraza francamente la ética de las reglas. Pero el Bobbio de las confidencias últimas toca lo que su teoría ignora: los afectos. El cartógrafo de la política habla de su virtud más querida. No habla de ella como si fuera el atributo moral por excelencia, como si fuera la reina de las virtudes humanas. Es algo más modesto pero más entrañable: el abrigo moral de una personalidad dubitativa. Bobbio escribe sobre la templanza como escribiendo uno de los capítulos no escritos de la Crítica contra mí mismo que alguna vez quiso publicar, recordando a Croce.

Hay quien ha visto los miles de papeles dispersos, los cientos de conferencias, las ponencias y cátedras de Bobbio como un esfuerzo por construir una teoría general de la política. Así se llama precisamente la antología que su discípulo Bovero preparó recientemente para la editorial Trotta. Es cuestionable que ése haya sido el resultado de la obra bobbiana, pero en todo caso, lo notable de su reflexión sobre la templanza es que se ubica claramente en el territorio de lo a-político. La mía, dice Bobbio, es la más antipolítica de las virtudes. Más que elogio, la templanza merece el vituperio del príncipe: decir suave es decir débil, vacilante, irresoluto. Es dócil el cordero, animal martirizado; no el zorro o el león, las queridas bestias de Maquiavelo. Ahí está su atractivo: "No se puede cultivar la filosofía política sin intentar entender lo que está más allá de la política, sin adentrarse en la esfera de lo no-político, sin establecer los límites ente lo político y lo no-político".

Bien, pero ¿cuál es la suavidad que Bobbio elogia, la templanza con la que se identifica? Ante todo, es lo contrario de la arrogancia. "El moderado no tiene una gran opinión de sí mismo, no ya porque se menosprecie, sino porque es propenso a creer más en la miseria que en la grandeza del hombre, y él es un hombre como todos los otros. (...) El moderado es aquel que 'deja ser al otro aquello que es', incluso si el otro es el arrogante, el perverso, el prepotente. No entra en la relación con los otros con el propósito de competir, de pelear, y al final de vencer. Está por completo más allá del espíritu de la competencia, de la concurrencia, de la rivalidad, y por lo tanto también de la victoria. En la lucha por la vida es en realidad el eterno derrotado". En esto último se equivoca Bobbio. La templanza es al hombre lo que la ductilidad es a los cuerpos sólidos. El moderado no es el "eterno derrotado" porque no contiende. Atraviesa el fuego y no se quema.

Reforma, cultura, 14 de enero 2004

12/01/2004

El profesor Bobbio

El título de profesor es el único que merezco, decía Norberto Bobbio al cumplir los noventa años. Alguien le preguntaba si prefería que lo consideraran un filósofo, un intelectual o un político. Las tres camisetas lo vestían. El turinés era el redactor de una imponente biblioteca de trabajos de filosofía del derecho y de la política, era una autoridad en el debate público, había sido fundador de un partido malogrado y en esos momentos ocupaba un asiento como senador vitalicio. Pero el filósofo, el político, el intelectual, resaltaba su labor al frente de un salón de clase. Soy un profesor, pues un profesor no es un pensador sino un hombre que trasmite el pensamiento de otros. La respuesta de Bobbio no era presunción de humildad: en todas sus tareas se escuchaba el susurro de un gis deslizándose por el pizarrón. En sus tempranas incursiones políticas y en sus vacilaciones de legislador anciano; en sus polémicas públicas y en sus manuales es visible la misma pasión pedagógica. Antes de hablar, antes de decidir es debido pensar y para pensar hay que tomarse el trabajo de aprender. No hay atajos, decía una y otra vez.

Quien observó todo el siglo el fenómeno del poder, desde la mirador de las reglas y las ideas, no era en realidad un hombre de ese reino. Alguna vez se dibujó como un “pedante lector de los clásicos.” Era ciertamente un obsesivo lector de los grandes pensadores políticos. Leía y releía a Maquiavelo y a Rousseau, a Mill y a Marx, a Gramsci, Weber y Kelsen. Sobre todo, a Thomas Hobbes, su gran autor. El calificativo de pedante, sin embargo, está fuera de lugar. No hay pedantería alguna en la lectura bobbiana de los clásicos. Los esquemas que se dibujan en el pizarrón de Bobbio no emplean en ningún momento la jerga del doctoralismo, ni caen jamás en las minucias de la erudición. El profesor identificaba las ideas fundamentales, extraía su pulpa para reconstruir la lógica de su argumentación. Así, conectaba conceptos y teorías revelando la permanencia y la actualidad de la reflexión clásica. Leer a los antiguos no es huir del presente, sino insertarse inteligentemente en él. Remar hacia el pasado remoto no es una excursión meramente gratificante para el historiador, es un viaje provechoso para quien quiere entender su propio tiempo. Cuando el diario español El país solicitó a Norberto Bobbio un artículo para conmemorar algún aniversario del nacimiento de Thomas Hobbes, el maestro contestó velozmente. Claro que sí: escribiré un artículo sobre el Medio Oriente. Tenía razón: ahí estaba Hobbes. Los clásicos políticos, podría decirse con Calvino y con Bobbio no terminan nunca de decir todo lo que tienen que decir.

La calle no era una distracción sino un estímulo a sus lecciones. No se contentó con la recitación del canon, con la defensa de una tradición ante alumnos y colegas. Ofició así como un profesor público que se comunicaba con la ciudadanía a través de los libros, los artículos periodísticos, y su intervención en las polémicas. Como ningún otro filósofo de la política, contribuyó a la conversión liberal de la izquierda contemporánea. Lo hizo desde dentro, desde la izquierda misma, rechazando los dogmatismos y la gritería de la época. La democracia, que seguía siendo caricaturizada en el Partido Comunista como un palacio de engaños, como la tiranía de la burguesía triunfante, es definida por Bobbio como un requisito de civilización. Con los comunistas italianos libró una batalla intelectual extraordinariamente valiosa. Quizá uno de los libros más admirables de su extensísima bibliografía sea un pequeño volumen que recoge artículos periodísticos que estimularon en Italia una intensa discusión. Se trata de ¿Qué socialismo?, testimonio de la contundencia argumentativa de Bobbio, de los provechos de su sapiencia, de su agilidad polémica y del talante de su tolerancia. Bobbio exprime su lecturas, atiende los argumentos de sus críticos; los rebate. Afirma y duda de lo que afirma; pregunta y no se atreve a asestar la respuesta final. Bobbio va tejiendo suavemente en esas intervenciones uno de los más sólidos alegatos por la democracia. Se trata, en efecto, de una defensa democrática de la democracia. Ahí puede leerse, en esgrima con los citadores marxistas, que la democracia es un procedimiento que abre las puertas de la decisión a la participación colectiva. No es un resultado: es un método. La democracia es el único espacio conocido en donde pueden coexistir seres libres. Por ello era indispensable llenar el vacío teórico de la política marxista con el liberalismo. Quien conoce la capacidad destructiva del poder sabe que las instituciones y las prácticas liberales no son los muros de la prisión capitalista, sino las columnas de la autonomía individual.

Pero la democracia liberal de Bobbio no le sirvió para defender una política de complacencias. Se colocó siempre a la izquierda a la que vio claramente como opción de igualdad. Si en algún momento pensó dedicarse a la acción política fue precisamente movido por la indignación que le provocaba el espectáculo de la desigualdad. La búsqueda de la igualdad no puede ser coartada para la esclavización. Pero la defensa de la libertad tampoco puede enterrar el compromiso igualitario como sueño irrealizable. Bobbio buscó dar cuerpo a un socialismo liberal, una acción política que lograra la conciliación de la igualdad y la libertad. El ideal, por supuesto, no es una invención de Bobbio. Él nos ayuda a recordar la incompletud de cada uno sin el otro. Cuando la izquierda italiana se prendía finalmente de la cuerda liberal y anunciaba como oferta política encabezar la “revolución liberal,” Bobbio no tardó en decirles: muy bien; pero no olvidemos la igualdad.

Si Bobbio se ubicó siempre en el flanco de la izquierda, es importante subrayar un ánimo que lo aleja de sus vecinos: el pesimismo. El pesimismo es un estado anímico que no suele acompañar a la izquierda, una expresión de la esperanza. Al tiempo que el hombre de izquierda denuncia el presente, canta himnos al mañana. El revolucionario cree fielmente que un nuevo hombre puede nacer de la regeneración política. Se trata, como apunta el turinés, de la mutación de un impulso religioso. Bobbio, el laico, no creyó en adanes. Su inclinación natural lo empujaba a esperar lo peor. En la política vio siempre la sombra de un monstruo, del monstruo de Hobbes que concentra los instrumentos de la violencia. Su imaginación no veía por ninguna parte los jardines de los utopistas; su memoria no lo conectaba con los paraísos perdidos. Su imaginación, por el contrario, intuía desastres, su recuerdo enlistaba despotismos. Era un realista que veía en el Estado una maquinaria de represión y en el derecho un distribuidor de castigos. De aquí viene tal vez la lección principal de este profesor pesimista: la única manera sensata de acercarse al reino del Leviatán es con la cautela de quien se prepara para la desgracia. Y justamente por eso, fue un defensor del Estado, de la ley y de la democracia.

Reforma, 12 de enero de 2004

05/01/2004

Nueces del 2003

Algo nos empuja a ubicar nuestro presente en una trayectoria regenerativa. A pesar de las evidencias, nos inclinamos a imaginar que todo tiene un sentido y que camina con el rumbo correcto. Es la ilusión apoderándose de nuestro entendimiento de lo inmediato. Así tendemos a ver el hoy como un tiempo preñado de promesas democráticas. Son tiempos de transición, dicen unos. Es época de consolidación, responden otros. Todos ven el presente como un paso difícil en el camino debido. Si nos quitamos el antifaz de la ilusión es posible que veamos el presente mexicano de una manera más clara: son tiempos de decadencia. El 2003 ha sido un buen año para esa causa.


El año 2000 engañó al presidente Fox y a su grupo. El 2003 engañó al PRI. Hace tres años, el candidato triunfante interpretó su victoria como una victoria aplastante que significaba un respaldo a su "proyecto" y un masivo apego emocional a su persona. La lectura provenía de un impulso de esperanza, de la emoción que provoca un cambio de era, pero no encontraba datos firmes que la sostuvieran. En julio del 2000, Vicente Fox no ganó la mayoría de los votos. Vale recordarlo: la mayoría de los electores votó contra él. Es obvio que más mexicanos votaron contra el PRI y muchos más contra el PRD y que él obtuvo la mayor cantidad de votos en el país. Pero resulta evidente que la votación de hace tres años no fue un plebiscito que hubiera establecido el reinado de un Presidente carismático acompañado por una inmensa mayoría electoral. Los números eran claros: se constituyó un Ejecutivo de minoría y un Congreso dividido. Pero don Vicente se convenció de que el pueblo lo había aclamado y que tenía una misión que cumplir. Cerró los ojos a la fragilidad de su poder real y perdió la oportunidad de hacer las pequeñas grandes reformas que el país necesitaba y que la política hacía posibles.

El engañado por el 2003 fue el PRI. Fue, sin duda, el partido ganador de las elecciones intermedias. Resultó el partido más votado y el que logró una representación mayor en ambas Cámaras del Congreso federal. Después de haber sorteado con éxito pruebas en verdad difíciles, logró conquistar un importante respaldo electoral. Sobrevivió la derrota presidencial del 2000, sobrevivió el rijoso proceso de renovación de su dirigencia, sobrevivió también su primer proceso federal de definición de candidaturas sin el mando de la Presidencia de la República. Al parecer, lo que más daño le ha hecho ha sido su victoria electoral. En política, efectivamente, hay victorias que matan porque hay victorias que engañan. Hace unos días ponía el dedo en este tema José Antonio Aguilar en un artículo publicado en Milenio. Vicente Fox no logró entender su victoria; el PRI tampoco. Y a golpe de esas victorias incomprendidas, el país sigue dando tumbos. Ojalá el año que viene nos traiga derrotas mejor entendidas.


Se fue un mal año para la política. El gobierno federal no logró ninguna de las reformas con las que se comprometió. La imagen del atasco político se extiende. El PRI, el partido más grande del país, ofreció a todo México un espectáculo lamentable: una facción prometía un acuerdo y negociaba con los votos como si fueran centavos de su patrimonio personal; la otra pandilla asestó una puñalada a sus adversarios para conseguir el gran triunfo de bloquear el cambio. El hombre que amenazó con desconocer las resoluciones del máximo órgano constitucional de la República es el personaje más popular del país. Y el segundo lugar es la esposa del presidente de la República. Si la clase política es una vergüenza, la sociedad civil no es ningún orgullo. El IFE fue renovado con la mayor torpeza imaginable. Los nuevos consejeros del órgano electoral no son responsables del desastre, pero el hecho es que una pieza central de la certidumbre democrática fue pateada por los diputados. Los electores por su parte le dieron la espalda a las urnas en el verano. Después de haber sido agredidos con campañas ofensivas e inundados por basura, decidieron no votar. Mal año.


Josep Pla sobre otros legisladores, en otro tiempo: "Los diputados han cargado la atmósfera del Congreso de emanaciones de ácido úrico humano. Cada diputado es una esponja llena de ácidos recogidos en los cuatro puntos cardinales de la Península. Todo el ácido úrico nacional recogido en las últimas elecciones se ha concentrado en el Congreso. En la tribuna de prensa, las emanaciones casi lo hacen desmayar a uno".


El personaje del año es, sin duda, Andrés Manuel López Obrador. Es el hombre más popular del país. Su respaldo va más allá de la ciudad que gobierna y se extiende ya a toda la República. Es visto como un hombre trabajador, honesto, sensible a las exigencias de los pobres. Se ha dicho mucho de lo que ha hecho para ganar ese apoyo tan extendido. Ha concentrado su actuación en obras visibles; ha sabido escoger con astucia sus pleitos y sus enemigos; abrazando a grandes figuras de la empresa, ha sabido limpiar su imagen de radicalismo; ha convertido a los periodistas que lo siguen en sus principales porristas. Y, sobre todo, se ha beneficiado enormemente de la pequeñez de sus adversarios. No puede desconocerse la habilidad del alcalde de la Ciudad de México. Lo que resulta extraño y además preocupante es que, a estas alturas, sigamos cultivando el mito del salvador y nos empeñemos en cerrar los ojos. Puede entenderse que el alcalde y sus allegados cultiven ese mito. Es natural. Pero lo aberrante es que el periodismo y la crítica se trepen a ese tren y pasen por alto lo que debe ser denunciado con severidad.

Las amenazas del tabasqueño son, por lo menos, tan visibles como sus habilidades. Sus desplantes contra los críticos y su bravatas contra la legalidad no tienen paralelo en la historia política reciente del país. Bajo la austeridad automotriz del jefe de Gobierno es visible la abundancia de recursos para su propia promoción; bajo la prédica de la moralidad ejemplar se esconde la profunda deshonestidad del demagogo que engaña sistemáticamente y que pospone la solución de los problemas creando salidas que son, a todas luces, falsas. La muestra más reciente de sus desplantes es la restauración de una mayoría servil en el Congreso local que abdica de sus funciones fundamentales para convertirse en comparsa del gobierno. La mayoría perredista le entregó como obsequio al líder de sus esperanzas el permiso de usar el presupuesto como le venga en gana. El PRD capitalino ha autorizado al jefe de Gobierno que altere el destino de los recursos públicos, siempre y cuando exprese los motivos que lo justifican.

Nadie puede llamarse a engaño cuando vemos la ignorancia, las contradicciones y la superficialidad del presidente Fox. Las gritaba cuando era candidato. Que nadie se sorprenda si el alcalde cambia de silla. El autoritarismo de su talante es visible para cualquiera que tenga ojos.

Reforma, 5 de enero de 2004

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