22/10/2003

Andar y ver. Hitchens y la madre Teresa

Juan Pablo II logró la beatificación de la madre Teresa de Calcuta. Al conseguirlo se separó de las propias tradiciones de la Iglesia que sugerían una espera prudente antes de acercar a un hombre a los altares. Como se sabe, no ha habido pontífice tan productivo en la declaración de santos. En el caso de la madre Teresa, se dirá, la prisa estaba más que justificada. Existe un consenso universal de que la religiosa entregó su vida a la ayuda de los más pobres del mundo, que fue un monumento de bondad, una mujer bendita, una verdadera santa, si es que en este tiempo es posible el título. La mujer se convirtió efectivamente en un sinónimo de bondad que el lenguaje popular consagró: “es buena, como la madre Teresa.” Su ejemplo, la ruta incuestionable del proceder moral en un mundo de mordiscos egoístas. Su vida, coinciden hasta los no católicos, fue algo más que una existencia simplemente humana. De los agujeros de la miseria más atroz, emergió la luz divina de su mirada.

La beatificación de la madre Teresa ha sido la más rápida y también la más popular. La celebración dominical fue verdaderamente extraordinaria: miles de personas de todo el mundo celebrando la declaración pontificia. La devoción popular contribuyó al aceleramiento de la beatificación. La imagen de esa pequeña religiosa de mirada dulce y rostro arrugado ha sido una estampa ubicua de la ternura, una imagen universalmente considerada como ejemplo de vida. El pasado domingo, al tiempo que Juan Pablo II declaraba la beatificación, podían comprarse boletos para asistir a un espectáculo: “Madre Teresa: el musical.” El show que se presenta en Roma es obviamente un homenaje a la religiosa. La madre Teresa recogiendo a los enfermos de las calles de Calcuta para brindarles consuelo espiritual. La obra tiene también un personaje perverso: un repotero cínico y borracho que quiere entrevistar a la benefactora para inventarle ruindades. Naturalmente, el musical tiene un final feliz: inspirado en el ejemplo de una madre Teresa que canta con voz de Celine Dion, el reportero deja la bebida y se entrega a Dios.

No es difícil descubrir quién es el modelo de ese reportero que aparece en el musical. Se trata de Christopher Hitchens, el crítico inglés que hace casi diez años se dio a la tarea de explorar críticamente la vida de la madre Teresa. El admirador de Orwell ponía en práctica su divisa: los santos han de ser considerados culpables, a menos de que se pruebe lo contrario. Hitchens produjo un documental para la televisión inglesa y luego publicó un pequeño libro irreverentemente titulado The Missionary Position: Mother Teresa in Theory and Practice (La posición del misionero: La madre Teresa en teoría y práctica, Verso, 1995). El argumento de Hitchens es que la madre Teresa, lejos de ser un ejemplo universal de bondad, representa el ala fundamentalista de la Iglesia Católica que difunde un mensaje nocivo para los más pobres del mundo.

La madre Teresa, dice Hitchens, no era amiga de los pobres. Fue amiga de la pobreza. Estaba convencida que el sufrimiento era un regalo de Dios. Por eso había que estar cerca de los pobres, pero no para ayudarles a que escaparan de su condición, sino para que recibieran su postración económica y su sufrimiento físico con gratitud. Su teoría de la pobreza partía de un imperativo de obediencia. Su teología fue en efecto, una teología de la sumisión. Si la religiosa de origen albanés es el mejor símbolo del papado de Juan Pablo II es porque representa un acercamiento a la pobreza que se desentiende de sus causas y de sus remedios. Como el papa polaco, la beata de Calcuta combatió, como si se tratara de la tiranía más peligrosa, cualquier esfuerzo de control natal. Un anticonceptivo es un veneno. La gran amenaza contra la paz mundial es el aboto, declaró al recibir el premio nobel. Y en el África doliente por el SIDA, se atrevía a decir que esa enfermedad era el pago por una conducta sexual inapropiada. Al hombre no le corresponde enmendar las injusticias y curar los dolores. Su llamado es sobrellevar sumisamente las pruebas de la vida. El fanatismo antimoderno vestido de piedad.

El obsequio del dolor debe acogido con humildad y resignación. Si el voluntariado de la madre Teresa es ejemplar, estaremos imponiendo la abnegación como un deber; y elevaremos el sufrimiento como símbolo de dignidad humana. Cuenta Hitchens que en 1994, un prestigiado doctor visitó los albergues de la madre Teresa. Robin Fox, editor de una revista médica, sentía una enorme admiración por la religiosa, pero se mostró realmente escandalizado por el espectáculo que ofrecía el lugar. En este centro de sufrimiento, la medicina estaba prácticamente proscrita. Entre las muchas voluntarias y monjas, apenas aparecían los doctores. La ciencia médica era vista con sospecha. Existía desde luego, consuelo espiritual, pero ningún analgésico: los fármacos podrían conducir a los enfermos al pantano del materialismo. ¿Se trataba de limitaciones de dinero, de las estrecheces que imponía la tragedia de la pobreza? No: la ausencia de calmantes era la fiel expresión de una filosofía. Cuando el doctor Fox recorrió ese centro ‘hospitalario’, la orden de la madre Teresa era ya beneficiaria de enormes sumas de dinero que los grandes millonarios del mundo y distintos gobiernos entregaban a la religiosa a cambio de una fotografía con la santa. Ahí no había analgésicos porque la madre Teresa no quería alivios al dolor. Sus hospitales eran recintos del tormento. Al tiempo que acariciaba a un paciente agónico, la madre Teresa le sonreía: “sufres como sufrió Cristo en la Cruz, así que Jesús debe estarte besando en estos momentos.” Entonces, el sufriente suplicaba a la religiosa: “usted que se comunica con Dios, ¿podría pedirle por favor a Cristo que deje de besarme?”

Reforma, cultura, 22 de octubre

20/10/2003

Legitimidad

El debate de la legitimidad ha regresado. No son muchos los que levantan la denuncia, pero son algunos y son importantes. Se trata de un síntoma de nuestra incapacidad para ejercer la crítica del nuevo régimen político, escudándonos en la repetición de las cantaletas conocidas. El descubrimiento y la denuncia de nuestros padecimientos actuales resultan tareas mucho más complejas que el remache de los reproches conocidos. Resultará confortable para algunos decir que nada ha cambiado, que seguimos atrapados en los engaños de una política fraudulenta. La polémica importa, sobre todo, por las consecuencias del alegato. Quienes agitan la acusación de la ilegitimidad hilvanan un argumento que nos desvía de la crítica sustancial al presente y que sirve además para fortalecer el discurso antidemocrático. Veamos primero los argumentos que sostienen el alegato de la ilegitimidad.

El financiamiento ilegal de la campaña del hoy presidente Fox ha servido para sugerir que la elección del 2000 fue en realidad una estafa. Esa elección de la que tantos estaban orgullosos debe colocarse como la entrega más reciente del fraude electoral. Los dineros sucios de la campaña panista ensuciaron definitivamente la elección; las mugrientas amistades del señor Fox mancharon irreparablemente su gobierno. Más aún: destrozaron el bien más precioso que lo sostenía: la credibilidad de su elección. La turbiedad del financiamiento panista hace sospechar que la voluntad de la ciudadanía habría sido otra bajo condiciones de legalidad. El juego de las suposiciones no encuentra límite: qué habría dicho la ciudadanía si Fox no hubiera formado su club de financiamiento; qué hubiera pasado si no hubiera llegado dinero del extranjero, qué hubiera pasado si los recursos de la campaña panista se hubieran limitado a recibir los dineros que la ley permitía. ¿Habría ganado Fox la presidencia de la república? Nadie puede dar respuesta a estas preguntas. Lo que sabemos es Vicente Fox recibió más votos que sus adversarios. Sabemos también que Acción Nacional cometió faltas a la legislación electoral y que merece, por ello, sanciones económicas. Sabemos también que el árbitro electoral, bajo las normas que lo rigen investigó el caso, ponderó los hechos y decretó sanciones. La rendición de cuentas en materia de financiamiento electoral es una práctica que apenas arranca. Y arranca bien.

Aceptemos que la ley se encuentra en este terreno ante una disyuntiva terrible. Cuando las sanciones al financiamiento ilegal de los partidos son exclusivamente económicas, se está poniendo precio al atropello. Los apostadores de la política no dudarán en correr el riesgo: si yo sé que, para ganar la presidencia o la gubernatura, tengo que pagar una multa de dos o tres veces lo que invierto, estoy dispuesto a jugármela, como ha dicho el cínico. De un lado está el espléndido premio del triunfo electoral, del otro lado, y sólo si es la trampa es descubierta, un castigo económico que siempre parecerá barato. Lo único que debo hacer es calcular un sobreprecio a mi inversión política. Las multas económicas no son por ello una amenaza convincente para quien busca el poder. Una advertencia verdaderamente persuasiva sería la pérdida del encargo. El problema con esta sanción es que no es claro a quién castiga. Se sanciona, por supuesto, al candidato y al partido que han violado las reglas. Pero también se castiga a los electores que depositaron su confianza en esa opción. Anular una elección por faltas financieras—no por adulteración del voto—puede convertirse de este modo en un castigo a la mayoría democrática.

Nos encontramos ante uno de los retos más complejos de las democracias contemporáneas. Todas las democracias modernas tienen en ese terreno una asignatura pendiente. Por lo pronto, habrá que exigir que la ley se cumpla y que se castigue a los infractores de acuerdo a las reglas. Nada más. Nada menos. La pregunta que debemos hacer es si las sanciones al PAN (y por añadidura al Partido Verde) dan al traste con la legitimidad del presidente Fox. No lo creo: el gobierno de Fox es un gobierno plenamente legítimo que obtuvo de los electores mexicanos el encargo de gobernar. El presidente Fox es un presidente legítimo: recibió la mayor cantidad de votos en la elección de julio del 2000. Fueron, hasta donde puede uno saber, votos libres. Si se cree, por el contrario, que la legitimidad es exigencia de que el poder emerga de la inmaculada concepción, éste no será entonces un gobierno legítimo. Es cierto: la campaña con la que llegó al poder se financió ilegalmente; pero no puede decirse que ese hecho fue de tal monta que ponga en duda el título de su poder.

Se ha sugerido también que la legitimidad se pierde cuando se incumplen las promesas. Un gobierno que ha llegado al poder por la vía democrática justifica su permanencia solamente si es capaz de dar cumplimiento a los compromisos que asumió durante su campaña. Se dice de este modo que la frustración por el desempeño del gobierno de Vicente Fox equivale a un retiro de la confianza popular. Si la gente empieza a creer que el gobierno es ineficaz, le imputa ilegitimidad. La confusión tiene consecuencias graves. Se enreda aquí la noción de legitimidad, es decir la idea de la autorización colectiva al gobierno, con el valor de la eficacia: la capacidad de producir los resultados deseados. Es importante separar las cosas. Una cosa es que el gobierno sea ineficaz y otra muy distinta es que sea ilegítimo. Del gobierno federal pueden decirse muchas cosas, que es incompetente e inexperto; que es incoherente e indisciplinado; que no tiene rumbo claro o que no tiene orgullos significativos. Pero no puede decirse que sea ilegítimo. Cuando se confunden estas dos categorías, el valor de la legitimidad democrática queda subordinado a la exigencia de resultados deseables. Entonces ha aflorado el golpismo en sus diversas vertientes: los principios democráticos están por debajo de las exigencias económicas o sociales.

Es significativo que quien ha levantado esta crítica sobre la supuesta ilegitimidad del gobierno federal sea el ingeniero Cuauhtémoc Cárdenas. En un par de largos artículos en La jornada el perredista formula precisamente ese par de críticas a la administración foxista. Se trata a su juicio de un gobierno ilegítimo por esas dos vías. Por una parte ha perdido la legitimidad que le dieron los votos al mostrarse ineficaz y traicionar sus promesas. Por otra parte, la legitimidad de origen ha quedado sin fundamento tras descubrirse las trampas de su financiamiento. El viejo dirigente puede tener la tranquilidad de que no necesitará adaptar su discurso a las nuevas realidades: a su juicio, México sigue siendo la misma tiranía que le arrebató el triunfo en 88. Pero la tarea de nuestro tiempo es otra: exigir cuentas al gobierno legítimo de Vicente Fox; exigir que a la legitimidad se sume la eficacia.

Reforma, 20 de octubre

13/10/2003

La soberbia del moralista

¿Qué valor tiene una anécdota? ¿En qué medida podemos considerar significativo un acontecimiento breve en que se fija la atención general? ¿No se tratará de una inmerecida distinción a lo irrelevante? Frecuentemente lo es. Al concentramos en el relato anecdótico, huimos de la inspección de los hechos. Imaginemos una anécdota. Un político ecologista lanzó su campaña con una corbata que tiene dibujitos de un matador de toros. Indignados, nos adelantamos a gritar la incongruencia del falso defensor de la naturaleza. Los detalles de la corbata serán examinados desde todos los ángulos. La biografía del personaje será interpretada integralmente por ese elocuente signo de su vestimenta. Su tesis de licenciatura, su paso por los negocios, su ingreso a la vida política: todo cobrará sentido por los dibujos de ese pedazo de tela. Por supuesto, lo dicho por el ecologista será ignorado, lo que ha hecho no valdrá siquiera una mención. Los analistas se apresurarán a formular devastadoras críticas bajo el título de “La corbata”, “La indumentaria democrática o “El ecologismo va desnudo.” La política del entretenimiento resulta de este modo muy bien servida. Periódicamente, el espectáculo produce las anécdotas de las que se alimenta. La realidad no encuentra cronista.

Pero la anécdota también puede ser una cápsula biográfica, una signo de personalidad, el resumen de una larga historia. El tropiezo reciente del Jefe de Gobierno del Distrito Federal tiene ese carácter. No es un simple desliz verbal, una equivocada elección de palabras: es la manifestación más nítica de una soberbia envuelta en moralismo “Hay cuestiones que son fundamentales, que lo hacen a uno políticamente indesctructible.” Eso es cierto, advertía López Obrador, “aunque no les guste.” La verdad moral de su aserto es, a su juicio, incuestionable. Esto es la Verdad y tú te callas. Aunque no me guste, debo entonces entender, aunque la experiencia me sugiera otra cosa, que la integridad es certificado de invulnerabilidad. La honestidad y no abandonar los principios lo hace a uno indestructible, dice el moralizador. Después, don Andrés Manuel trató de reformular lo dicho. En realidad, reiteró su convicción de que su honestidad es un escudo que sus enemigos no podrán calar jamás. Reiteró su desprecio a la crítica que considera siempre mal intencionada: las críticas nos hacen los que el viento a Juárez. Al parecer, la imagen del superhombre es una fantasía recurrente en López Obrador. Cuando era presidente del PRD decía ya lo que ahora repitió: “si ponemos por delante los principios seremos indestructibles.” A cada sermón, lo acompaña una bravata: pésele a quien le pese, aunque no les guste, digan lo que digan... Si hay algo particularmente inquietante del resbalón reciente de López Obrador es esa muletilla paternal y autoritaria: “aunque no les guste.” Su verdad es incontrovertible.

La prédica de López Obrador se ofrece como una dictamen de la honestidad que nadie puede cuestionar. Sólo los mal nacidos ignoran que tarde o temprano la historia entrega permios a los hombres de principios, a los honestos, a los que no abandonan nunca sus principios. En sus sermones cotidianos, el gobernador de la Ciudad de México describe la política como la batalla de los santos contra los truhanes. De ahí la virulencia de sus invectivas contra los malignos. Los corruptos, los oportunistas, los incongruentes, los bandidos podrán tener victorias temporales pero al final del día los virtuosos impondrán su ley. Los puros de corazón son los verdaderos amos de este mundo. Tarde o temprano tendrán su recompensa. Son invulnerables, indestructibles. Su reto es no caer jamás en la tentación de la incongruencia, ser eternamente fieles a sí mismos, no desviarse ni un milímetro del Camino. Esa es la beata viscosidad del discurso de López Obrador. Su maniqueismo moral no es simplemente una afección retórica. Es el origen del autoritarismo más agresivo y más exitoso de nuestro tiempo.

Para quien ve la política desde este mirador religioso como una batalla del bien contra el mal, no puede haber espacio para la duda. Satanás quiere el titubeo, la vacilación, la desconfianza en nuestras propias ideas. Por ello la batalla de la fe es un compromiso definitivo con la Misión. Nada puede anteponerse al imperativo de la congruencia. Por eso el juramento del predicador ha de colocarse por encima de cualquier otra consideración. Encima, por supuesto de ese frágil paño que es la legalidad. Para los santos, la ley humana es un torpe remedo de justicia. La justicia verdadera se hospeda en el corazón de los hombres puros. Las reglas de los hombres son una sucia mescolanza de intereses, un escondrijo de abogados astutos y deshonestos. López Obrador hace de este modo la paráfrasis de los sectores más conservadores de la Iglesia católica mexicana. La ley positiva es imperfecta, por lo que existen buenas razones para incumplirla. El compromiso moral de los hombres no puede reducirse a un compromiso abstracto con este tipo de reglas y procedimientos. Hacerlo sería volverse cómplice de la inmoralidad. Caer en los brazos de Satán, volverse destructible, traicionarse. No es raro por eso que uno de los primeros en exonerar al cardenal Sandoval Íñiguez haya sido el jefe de gobierno del Distrito Federal: él sabe que el sacerdote es honesto y no le importa lo que digan las autoridades.

La soberbia moral, la convicción de ser el depósito completo de la honestidad, conduce al descrédito de los instrumentos sociales de la convivencia. El juicio privado que se reviste de algún título de certeza moral se convierte en el único mandato. No se concede valor alguno al dictamen público y común de la legalidad. El hombre honesto, siguiendo el imperativo de su conciencia, ha de desacatar las órdenes de la ley. Por ello el gobernante de la Ciudad de México declara tranquilamente que no piensa acatar la resolución de una autoridad judicial que considera viciada. “Tenemos la razón”, declaraba enfáticamente López Obrador, como si la razón tuviera un propietario exclusivo, como si no hubiera en todo litigio una contraposición de razones y un compromiso de acatar el fallo del órgano judicial. Pero el jefe de gobierno cree que el único que puede tener la razón es el beatífico tabasqueño. El tiene la razón, los otros tienen sucios intereses. Por eso se dispone a incumplir las órdenes del poder judicial. Porque tengo convicciones y porque tengo principios no voy a flaquear, dijo. Admirable tenacidad. Pero, ¿qué significa “flaquear” concretamente? Cumplir con la ley. Flaquear significa acatar las órdenes del poder judicial.

La lección es clara. Proviene de la cabeza del gobierno capitalino. Si usted tiene convicciones, si tiene la seguridad de tener la razón, incumpla la ley, desacate las órdenes de los jueces, rebélese contra la perversidad del Estado. Hágalo. No flaquee. Tenga principios y viole orgullosamente la ley. Será indestructible.

Reforma, 13 de octubre

07/10/2003

Andar y ver. Said, la música, los otros

Desde hace cerca de diez años, Edward Said sabía que iba a morir. Sus médicos le comunicaron que la leucemia lo mataría. Entonces emprendió la tarea de escribir las memorias que significativamente titularía Fuera de lugar (Grijalbo, 2001). Los últimos meses de su vida fueron especialmente tortuosos. Como él mismo narró, las semanas trascurrían entrando y saliendo del hospital, con largos días de dolorosos tratamientos, transfusiones y pruebas. Horas de tiempo improductivo viendo el techo de un cuarto de hospital, drenando cansancio e infección. Pero también, decía Said recientemente, aparecían de pronto maravillosos momentos de lucidez. En esos breves islotes de tranquilidad, Said encontraba fuerza para trabajar en las dos pasiones de su vida: la defensa de Palestina y la música. Hasta los últimos días de su vida podíamos leer sus contribuciones al debate político y al gozo artístico.

Los recuentos de la vida de este exilado nacido en Jerusalen, educado en las mejores escuelas de El Cairo y de los Estados Unidos, profesor de Teoría Literaria en la Universidad de Columbia, han acentuado sus posiciones políticas: su implacable (aunque muy cuestionable) crítica a los estudios europeos del Oriente que, más que entender las culturas que analizan, servían de coartada para los intereses imperiales de franceses e ingleses; su denuncia de la política criminal del oficialismo israelita; su apuesta a la sociedad civil palestina, su rechazo al terrorismo, su vinculación con la OLP y su posterior ruptura con Arafat a quien denunció como un corrupto. Fue, como han dicho muchos, el campeón intelectual de la causa palestina. La fuerza de sus argumentos provenía del hecho de que su prosa no hervía con rabia. Al lado de la firme exigencia de justicia, se exponía la necesidad de la reconciliación entre palestinos y judíos. No encuentro otra forma de resolver nuestros problemas, decía en un artículo publicado en 1999, que compartir la tierra que nos lanza el uno contra el otro. Compartirla con iguales derechos para cada ciudadano. “No puede haber reconciliación a menos de que dos comunidades de sufrimiento resuelvan que su existencia es un hecho secular y que debe ser tratado de ese modo.” Christopher Hitchens, quien publicó algún libro en coautoría con Said, decía unos días después de su muerte: si su personalidad hubiera sido efectivamente un ejemplo moral, no habría problema del Medio Oriente.

Su propuesta política descansaba en una visión de sí mismo. Al verse en el espejo encontraba una confluencia de corrientes vivas, una juntura de opuestas tradiciones. Una mezcla intranquila de sangres, un hogar perdido para siempre, dos mundo enfrentados en su nombre y su apellido. Preferiría a fin de cuentas la complejidad de estos afluentes opuestos a la idea de una identidad fija, sólida, muerta. La revoltura de mis arroyos podrá patearme siempre fuera de sitio pero, al fin al cabo, me mantiene siempre en movimiento. El desarraigo se volvería el sitio privilegiado para pensar sin deudas a una línea exclusiva de ancestros. Pero también habría que decir que tanto movimiento, tantos flujos y recontraflujos, tantas tradiciones y adversidades conformarían una extensa red de hostilidades. Su cubículo en la universidad fue incendiado. Se le acusó de nazi y profesor de terrorismo. Lo llamaron mentiroso porque su condición de palestino refugiado era una farsa. Sus libros fueron prohibidos en los territorios palestinos por haberse opuesto a Arafat.

Unos días antes de su muerte, Edward Said conversó con un amigo por teléfono. Apenas tenía fuerza para hablar. Pero insistía en invitar a su amigo a leer su artículo reciente sobre Beethoven que acababa de publicar en The Nation. Se trataba de un ensayo sobre los últimos años del compositor, años de creciente sordera y soledad, de desilisuón política y de intenso contacto con su propia mortalidad. En ese artículo que seguramente fue uno de los últimos que llegó a ver publicado, Said revelaba que el intelectual comprometido era, en el fondo, un hombre apolítico. La política no fue nunca su vocación auténtica; le fue impuesta por la fuerza. Uno puede imaginarlo en otras circunstancias, decía el mismo Hitchens, entregado por completo a su amor por la literatura y a la música.

Pero la música era mucho más que un distracción para Said. La música, la más enigmática de las artes, abre la puerta del otro. Al tiempo que la política levanta murallas con ladrillos de identidades hostiles, la música es una travesía hacia el otro. De ahí la iniciativa con Daniel Barenboim, el gran pianista y director, para conformar una orquesta de músicos árabes y judíos. El Taller Este-Oeste, que ganó en 2002 el Premio Príncipe de Asturias de Concordia, buscó que una orquesta fuera el lugar de encuentro de jóvenes que podrían estar disparando el uno contra el otro. La música, decía Said al recibir el premio en Oviedo, representa un modelo alternativo para solucionar nuestros conflictos. La política de la identidad, la lucha por la autodeterminación definen una enemistad fatal. La música, por el contrario, abre un amplio espacio para la concordia. Es que la música es un arte de colaboración, no de antagonismo. “Nadie escribe ni toca un instrumento para leerse o escucharse a sí mismo; siempre está el lector o el oyente, y con el tiempo este público va creciendo. Mi amigo Barenboim y yo hemos optado por este camino más por motivos humanísticos que políticos, porque pensamos que la ignorancia y la autoafirmación reiterada no son estrategias de supervivencia sostenible.” Del experimento hablan con detalle el pianista judío el crítico palestino en una conversación publicada el año pasado: Parallels and Paradoxes. Explorations in Music and Society. (Pantheon Books, 2002). Una de las primeras experiencias del taller, cuenta Said, fue que algunos músicos árabes, después de los ensayos con Barenboim, se juntaban a improvisar música. Un judío albanés se acercó para acompañarlos. Lo detuvieron, diciéndole que sólo los árabes podían tocar música árabe. Ahí estaba el problema. Y ahí estaba la solución. La música no tiene patria: es patria.

Reforma - cultura, 8 de octubre 2003

06/10/2003

Desafío

Los jerarcas de la iglesia católica no aceptan ser tratados como ciudadanos. Están por encima de la ley de los hombres y cualquier intento del poder público de pasar las exigencias del derecho sobre sus hombros es tomado como un atentado contra la fe. El desafío es claro: se trata de una invitación a la contienda. Una iglesia que se ha dejado encabezar por el cardenal de Guadalajara, muestra su corpulencia. Miles de personas amparando el privilegio de vivir encima del derecho. Al grito de “Viva Cristo rey”, los seguidores de Juan Sandoval Íñiguez gritan contra el Estado, es decir, contra la ley. No protestan contra una política, protestan contra la simple posibilidad de que la conducta de Sandoval pueda ser examinada por los hombres. Los paralelos que trazan los defensores del cardenal retratan la desmesura de la reacción. “La cristiada no se olvida,” dice algún cartel amenazante. “La iglesia unida no será vencida,” corean los fieles, como si alguien tratara de someterla. “Calles, Garrido Canabal y Carpizo son lo mismo,” sentencia alguna pancarta. Bajo una imagen del cristo crucificado, los carteles rezan: “Él también fue juzgado.” Jesucristo y Sandoval, unidos por la persecución de los poderes malignos. Nada menos.

La defensa del cardenal ha seguido las líneas de sus conocidas argumentaciones públicas. En primer lugar, nadie tiene derecho de dudar de su palabra. Su dignidad ha de ser tenida como prueba plena de verdad. Sus contrarios han de ser vistos como la encarnación misma de Satanás. No es necesario demostrar la falsedad de las acusaciones; basta aplastar a los críticos llamándolos asesinos. En el discurso del domingo pasado lo decía sin ambages: “Estamos luchando por la verdad y la justicia, nuestra patria tiene hambre y sed de justicia. México anhela ser un pueblo unido, justo y fraterno; las fuerzas del mal se han empeñado en impedirlo.” La lucha por la justicia, hay que advertirlo, es en boca del cardenal, una lucha que no camina por la ruta del derecho sino de la fe. La ley de los hombres no es meramente defectuosa por no provenir de la voluntad de Dios, es, en realidad, perniciosa. Así lo ha declarado el propio cardenal, al decir que la cultura de la legalidad tiraniza. Lo muestra claramente un reportaje de Carlos Puig en El independiente (30 de septiembre) que recoge las posturas públicas de Sandoval. La idea de que la ley es la ley y tiene que cumplirse, hace de los ciudadanos hombres “esclavos, oprimidos y maltratados.” El derecho de los hombres no puede ser tomado como regla estricta de conducta; desde luego, no para la intachable conducta de los jerarcas de la iglesia católica.

La distancia frente a la legalidad es la misma que el obispo guarda con la razonabilidad. La campaña que ha encabezado para promover la tesis de que el asesinato de su predecesor se debió a un crimen de estado ha estado basada en los explicaciones más ridículas. En la atmósfera de la incredulidad nacional, el cardenal y sus aliados se han encargado de difunidr las tesis más disparatadas para fomentar la tesis de la conspiración asesina. En mente del sacerdote, los ‘altos círculos del poder’ se decidió la muerte del cardenal Posadas y los ‘altos círculos del poder’ han ocultado la verdad del crimen. Sus pruebas son rumores. Escuché que alguien dijo, que conocía a un amigo del asesor de Salinas quien dijo que lo había escuchado decir que quería matar al cardenal de Guadalajara. Ese es el hombre que desafía al Estado mexicano y que recibe tantas adhesiones. Asociando con toda perversidad sus intereses personales con las convicciones religiosas de sus fieles, desafía abiertamente al poder estatal. Si me tocan, se desatará un conflicto religioso como el que sangró a México en los años treinta, amenaza abiertamente. No soy alguien para hablar de la soberbia que esta conducta supone. Pero como guía social, lo que ha hecho como un hombre cuya palabra orienta la conducta de otros, la acción del cardenal tapatío es una irresponsabilidad monumental.

Lo es, incluso, para los propósitos de la propia iglesia católica mexicana que debe encontrar un lugar en el nuevo espacio público mexicano. No lo ha logrado. Soledad Loaeza escribía al respecto un artículo muy pertinente (La jornada, 25 de septiembre) en el que resaltaba la necesidad de que cuidar la credibilidad de la iglesia católica. La reacción de la iglesia católica norteamericana ante los escándalos de de pederastia podría ser una buena guía del camino a seguir. La Arquidiócesis de Boston y la Conferencia Episcopal de los Estados Unidos que, durante un tiempo trataron de ocultar el probleman, reconocieron tiempo después la gravedad del problema que enfrentaban. La credibilidad de la iglesia estaba en juego. De ahí que, tras admitir la existencia de los abusos, pidieron disculpas públicas y se comprometieron a pagar indemnizaciones económicas a las víctimas. Ningún cardenal, ningún obispo se lanzó a las calles a gritar que quienes denunciaban a los pederastas eran encarnaciones del mal. No tildaron de asesinos a los periodistas que divulgaron los hechos. No osaron compararse con Jesucristo y decir que él también había sido juzgado. No llamaron a una rebelión contra un Estado persecutor. Reconocieron su culpa y emprendieron la tarea de reconciliarse con la opinión y limpiar su casa. Algo semejante es lo que habría que exigir de la iglesia mexicana. Defender, por supuesto a sus miembros si es que las acusaciones son infundadas. Ofrecer argumentos y pruebas que desmonten las acusaciones. Pero también sería saludable que reconociera la existencia del problema que se denuncia: el vínculo entre el narcotráfico y la iglesia mexicana.

Preocupan la rabia, la virulencia, la desmesura, la agresividad verbal del sacerdote y sus aliados. Los señores juegan con fuego y nadie se dispone a llenar las cubetas con agua. ¡Qué débil aparece la cordura civil ante estos desplantes amenazadores! Eso es quizá lo más preocupante. La intimidación del poder eclesiástico encuentren apoyos sumisos en amplios sectores de la clase política mexicana. Frente a la bravatas del poder religioso, el poder público se apresura a arrodillarse. Ahí está el mismísimo presidente mexicano que recibe en su residencia particular, al obispo investigado. La Secretaría de Gobernación enmudece, la Subsecretaría encargada del trato con las iglesias calla con el mismo temor. Un secretario de estado, el antiguo gobernador de Jalisco, velozmente intercede como abogado del cardenal para jurar que es un hombre honrado. Mientras la procuraduría realiza una investigación, un alto auxiliar del presidente exonera al sospechoso. Fernando Guzmán, aliado jalisciense de la cruzada del cardenal, es premiado por el Partido Acción Nacional y es hoy, diputado federal. El priismo local desfila ante el cardenal para mostrarle su respaldo. Quienes tienen el deber de custodiar las instituciones del Estado mexicano son en realidad temerosos aliados de quien lo desafía. La victoria de la intimidación es una derrota de todos.
Reforma, 6 de octubre.

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