24/11/2003

Ingorancia es impotencia

Había una leyenda que contaba el cuento de un hombre poderoso que lo sabía todo. Todos los ríos de la información desembocaban en sus ojos. El hombre se dedicaba a absorber los dichos, los hechos, los datos del país que gobernaba. No había pájaro que sobrevolara los aires que no fuera conocido por el mandamás. Nadie como él recibía el reporte de la realidad. Recibía puntualmente la información de los dólares que entraban y que salían de las arcas; seguía varias veces al día los despachos de la agencia de seguridad y conocía el primer síntoma de cualquier epidemia en cualquier rincón del país. Era una esponja que absorbía todos los datos Su información, por supuesto, no se limitaba a las fuentes oficiales: su conversación con el científico galardonado, su desayuno con el enemigo de algún aliado, el encuentro con los ganaderos y los industriales le permitían completar la versión administrativa del país. Así, la leyenda retrataba a un hombre que gobernaba un país, viendo desde lo alto su mapa entero.

Por supuesto, la leyenda es una imagen absurda que sólo sirve para abonar la mitología autoritaria: la fantasía de un presidente omnisapiente sirve de apoyo al presidente incuestionable. Nadie como él conoce el paisaje completo de la nación, nadie como él puede comprender la multiplicidad de hechos que se revuelven en un caso concreto, nadie más que él sabe cuáles son los verdaderos intereses que están en juego. En otras palabras, nadie puede cuestionar lo que el hombre hace. Cállate; no estás bien informado. Apenas conoces lo que dicen los periódicos, no entiendes la verdad profunda de los hechos. Si tú supieras hoy lo que el presidente sabe desde siempre, harías lo que él noblemente ha hecho. ¿No te das cuenta que él sabe mucho más que todos nosotros?

La leyenda del que todo lo sabe ha sido remplazada por la marcha de un hombre que todo lo ignora. Aquella idea del presidente colocado en la cima del Popocatépetl observando impasiblemente la suerte de su territorio era claramente insostenible. Todo dirigente político actúa con un conocimiento parcial de las cosas, con información irremediablemente sesgada y zonas de oscuridad. No hay político que lo sepa todo; pero los políticos que logran aliarse con la eficacia saben lo que deben saber, conocen el terreno que pisan y son dueños de sus propias decisiones. El problema en nuestro caso es que, tras el entierro de la fábula de la omnisapiencia, vemos la aparición de la omniignorancia. El presidente no está ya en la cima desde la que todo se ve sino en el foso desde el que todo se ignora. No pretendo sumarme al esnobismo de quienes reprueban la rusticidad literaria del presidente. Me refiero a una ignorancia que es políticamente gravosa: la ignorancia del suelo que se pisa, la ignorancia de la palabra que se pronuncia.

Conocimiento es poder, decía Bacon, al tiempo que trataba de barrer de la inteligencia humana las respresentaciones falsas que lo engañaban. Ídolos los llamaba él: señuelos del error. Ídolos de la tribu, ídolos de la cavena, ídolos de la plaza, ídolos del teatro. El conocimiento era una tarea exigente: las percepciones nos tienden constamente la trampa. Pero si se logra esa higiene del conocimientoel hombre, como sugería el filósofo inglés, podrá dominar la naturaleza y dominar a otros hombres. Si se destierra la magia y la superstición y el hombre logra comprender la esencia de las cosas, logrará asentar su poderío. Lo que hemos visto en el trienio mexicano reciente es la demostración más palpable de la teoría baconiana. Conocimiento es poder, por lo tanto, ignorancia es impotencia.

Bacon fue un iluso que creyó que la ciencia podría salvarnos. En sus escritos puede verse el himno en elogio de los tecnócratas: hombres que nos liberarán de las brujas para construir un mundo adoquinado por la razón. El reino del hombre se hará en la tierra cuando la ciencia logre derrotar a la hechicería. Algo así pensaron los economistas que gobernaron a México. Su ciencia impulsaría el gran salto de México. La solidez de su técnica terminaría con el atraso de siglos. El poder político armado del pizarrón. Así se impuso un programa radical para México. Sus resultados no han sido felices. La tecnocracia terminó aborrecida. Los tecnócratas tienen bien merecida la animadversión por su soberbia, por su apego ciego a las enseñanzas del modelo, su desprecio de las circunstancias, su desdén por los métodos, su sordera a los reclamos de adaptación sensible. Con Vicente Fox ha surgido una clase política opuesta a la clase tecnocrática. Pero no porque reivindique la negociación y la adaptación de las técnicas a la realidad, sino porque camina a golpe de ocurrencias. En lugar de fundar sus decisiones en un modelo matemático de algún profesor, sus resoluciones provienen de una boca tentada por el micrófono..

El conocimiento que creo indispensable para la acción gubernamental es más bien modesto. No es un profundo conocimiento histórico, ni un complejo discernimiento filosófico, ni una actualísima técnica económica. Se trata simplemente conocer para entender la textura de la circunstancia y adentrarse seriamente a los asuntos sobre los que el político se pronuncia. El político, pues, debe saber, por lo menos, dónde está y de qué habla. Pero eso precisamente es lo primero que ignora el jefe del gobierno mexicano. Esta semana ha desfilado esa ignorancia. No se trata de la ignorancia de la nueva política fiscal que se ha ensayado en los países bálticos sino la ignorancia del presidente de su propuesta fiscal. No es el desconocimiento de las transformaciones geopolíticas en tiempos recientes sino el ignorancia de lo que su representante ha dicho. Hace unos días el presidente decía que no había enviado una propuesta que en efecto había remitido al Congreso. No se enteró del contenido de un documento que él mismo había firmado. Unos días después se dijo ofendido por algo que no había dicho su representante en las Naciones Unidas. El presidente navega a oscuras. Y a oscuras está todo su gobierno.

La ignorancia es impotencia. Mucho se ha dicho de las razones por las cuales el gobierno federal no ha logrado producir reformas. Los publicistas de la administración sugieren que la culpa es de los electores: los votantes repartieron su voto de tal manera que hacen prácticamente imposible el acuerdo. Otros defensores de la ineptitud presidencial sugieren que la culpa la tienen las instituciones: tenemos reglas hechas para otros tiempos, estas instituciones no sirven para gobernar democráticamente. No se detienen a observar que la improductividad está en el corazón de este gobierno: en el presidente. En su ignorancia de lo elemental, en su incapacidad para leer los documentos que firma y las declaraciones sobre las que se expresa está la razón principal de la impotencia gubernamental.

El drama es que este gobierno apenas cumple sus primeros tres años. Falta lo peor.

Reforma, 24 de noviembre de 2003

17/11/2003

Chillida, aforista

Se dirá que Chillida no trabajaba con palabras, sino con hierro, maderas, arcillas y alabastros. Puede ser cierto: su trabajo no está en libros, en ensayos o en poemas. Está en inmensas esculturas de granito y hormigón, en delicadas formas de papel, en arcos de hierro y luminosos cubos de alabastro. Su trabajo es materialidad pura. Lo dice Paz en su ensayo sobre el escultor vasco: sus esculturas en hierro o en granito no son representaciones de ideas o de sensaciones: “son manifestaciones palpables de lo férreo y lo granítico.” Lo suyo, pues, es el martillo. No la pluma. Pero el mismo Paz advierte que en su escultura está, además de la atracción por la materia, la reflexión sobre la materia. Una belleza no menor de su “Peine del viento,” esa sublime escultura que se prende de las rocas para recibir el golpe del mar y acariciar el aire de San Sebastián es el título. El hombre y las fuerzas de la naturaleza conversan en esta prodigiosa escultura. Al hacer las piezas, Chillida preguntaba: “¿No se hace el agua viva rebelándose contra la línea horizontal y al mismo tiempo buscándola?”

En el antagonista de Newton hay una correspondencia entre la esencia de las formas y la economía de las palabras. De la misma manera que no existen rizos en sus esculturas del vacío, no se encuentran tampoco adjetivos ampulosos, palabras sobradas cuando contesta una pregunta, cuando agradece un premio, cuando escribe una nota. Como sus esculturas, sus palabras también destacan el vacío. Un libro reciente muestra esta luminosidad de palabras. Se trata de una reunión de conversaciones con Chillida que ha preparado su hija Susana. Se titula Elogio del horizonte y lo publica Destino. De ahí, y de algún otro lado, extraigo estos aforismos de Eduardo Chillida.

Los bordes. “Todas las cosas se hacen importantes en los bordes, en los límites, fuera, cuando las cosas dejan de ser. En los fuertes y fronteras, que dice San Juan de la Cruz.”

Contra Newton: “Yo tengo conciencia en todo momento que las cosas tienen tendencia a ir hacia abajo; yo lo noto, pero en vez de aceptarlo me rebelo contra ello.”

El mar y Bach 1. “Yo soy un discípulo de la mar en cierto modo y, como consecuencia de eso, también de Bach.”

El mar y Bach 2. “Juan Sebastián Bach. Moderno como las olas, antiguo como la mar. Siempre nunca diferente, pero nunca siempre igual.”

Ciencias y artes. “¿Cual es la diferencia fundamental entre arte y ciencia? Copérnico demuestra que Ptolomeo estaba equivocado. Einstein hace lo propio con Galileo. Lo que yo me pregunto desde el arte es lo siguiente: ¿Por qué Goya con su obra no demuestra ni necesita demostrar que Velázquez estaba equivocado?”

Euskera. “Afortunadamente, creo que mi obra habla euskera. Yo no lo hablo bien, pero mi obra sí lo habla.”

Socrática: “Yo no entiendo casi nada y me muevo torpemente, pero el espacio es hermoso, silencioso, perfecto. Yo no entiendo casi nada, pero comparto el azul, el amarillo y el viento.”

Contemporaneidad: “No se debe de olvidar que el futuro y el pasado son contemporáneos.”

Patria: “¿No será el horizonte la patria de todos los hombres?”

Poeta: “No creo que yo sea poeta, pero que algo tiene que ver lo mío con la poesía, sí.”

Goles y esculturas. “Hace años un periodista estaba un poco escandalizado de que yo, siendo escultor, hubiera sido portero de futbol. ¡Qué cosa más absurda! No veía ninguna relación entre una cosa y otra. Y yo le convencí de que estaba en un error. Que el campo de futbol es una superficie bidimensional en la cual ocurren una serie de fenómenos a través de un balón que se mueve y que tiene que entrar en una portería y en la otra. Pero da la casualidad de que en las porterías, en el marco y el área, hay un espacio tridimensional, es un diedro. Y ahí es donde está el portero y ahí ocurren todos los fenómenos verdaderamente activos del futbol. Por lo tanto, el portero tiene que desarrollar unas intuiciones espacio-temporales muy rápidas y muy inmediatas. Y una serie de relaciones con estos dos misterios que son el espacio y el tiempo, que me hacen pensar, lo que dije yo, que, probablemente, las condiciones que hacen falta para ser un buen portero y un buen escultor son casi las mismas. Se quedó muy extrañado pero pienso que algo de verdad hay.”

Luz propia: “Soy de luz negra, soy vasco.”

Tres: “El número tres es el más económico de los números vivos que existen. Todos los demás son limitados. El número uno está sólo. El número dos, es como un rebote. El número tres, en cambio, es un número adulto, el más corto de los números adultos. Puede pretender muchas más cosas que los demás, a través de él se puede ir más lejos que con ningún otro.”

Experimentación: “Me interesa más la experimentación que la experiencia. También prefiero el conocer al conocimiento.”

Ver: “La tarde avanza lentamente, y yo mirando quiero ver.”

Preguntar: “Yo no represento, pregunto.”

Ojos: “Los ojos para mirar, los ojos para reír, los ojos para llorar, ¿valdrán también para ver?”


Sobre el privilegio de la política

Ya lo entendí, dijo Fox en su informe. Lo ha reiterado después. Para ser eficaces tenemos que tomar en serio la política. Debemos “privilegiar la política.” Esa fue su expresión. El mensaje era extraño. ¿De qué política hablaba? ¿En qué consistirá ese privilegio? La interpretación más generosa sugeriría que cualquier propuesta gubernamental, por muy sólida que fuera técnicamente, necesitaba ser procesada inteligentemente por los canales de negociación y decisión de la política. El pizarrón no basta. Tampoco los reflectores o las pantallas de televisión. La estrategia inicial de vender las iniciativas gubernamentales en algún comercial televisado, mostró sus insuficiencias. El Congreso no responde a esos avisos. Las encuestas tampoco tuercen el brazo de los legisladores. Ahí está la lección que el presidente decía haber aprendido: la actuación gubernamental no podría descansar ni en los duros rigores de los técnicos ni en los encantos de un seductor. Para decidir habría que negociar con paciencia y sensibilidad, archivar todo lo deseable que no resulta posible, ordenar con claridad la lista de prioridades para concentrar las energías en lo importante y no volver urgente lo aplazable.

La consideración explícita del dato político parecía el ingreso presidencial a los territorios de la prudencia. El argumento es claro: en un territorio cargado de restricciones, la eficacia solo puede emerger de una acción política inteligentemente ensamblada. Se nos ofrecía un gobierno ordenado para atravesar los últimos tres años del sexenio. Las decisiones estarían precedidas de un tiempo adecuado para el diseño, una estrategia coherente de lanzamiento, una acción coordinada de promoción. El sexenio situaba sus esperanzas en la reinvención. Las reformas pendientes volvían a parecer realizables. Sin regresar a la ingenuidad inicial, el gobierno parecía disfrutar de un nuevo impulso. La actitud negociadora de la oposición mayor daba motivos para la confianza. Quizá algo podría emerger del sexenio perdido. Pero la privilegiada política no ha levantado el vuelo. Tras un par pasos ha vuelto a tropezar. ¿Por qué?

Primero, porque la terca descoordinación prevalece. Privilegiar la política significa establecer claras correas de mando. Por lo menos en la esfera del ejecutivo, lo indispensable era establecer un eje de coordinación entre las distintas esferas de la administración que impusiera un claro sentido de disciplina en el corazón del equipo presidencial. No se ha logrado. La desconexión entre los distintos impulsos subsiste. El secretario de gobernación ha pretendido asumir esa posición de jefe de gabinete pero, al parecer, sus prioridades son otras. Su tiempo no es éste sino el que se le insinúa dentro de tres años. Le importa la photo opportunity, no el logro político. Infaltable en una reunión donde aparecen más de cuatro fotógrafos, el secretario de gobernación hizo que el lanzamiento del paquete económico anual fuera en sus propias oficinas. Codicioso, ha determinado que él es el único puente legítimo para arribar a la ribera del Congreso. De esta manera, el secretario aprovechó la ocasión para sacarse una nueva fotografía y llenar el micrófono con sus empalagos. Como se sabe, el hombre tiene mucho trabajo. Aparece en todas las revistas de sociales abanderando un colegio, premiando a un futbolista, admirando un desfile de modas, corriendo una carrera, montando caballitos. Por supuesto, nadie podría pedirle al charro que dedicara el tiempo necesario para analizar con cuidado la propuesta económica que se lanza desde su despacho. Lo suyo son las ceremonias, no los detalles. Y así, la voz oficial del Ejecutivo es plataforma del golpeteo político. En este caso, el golpeado es él mismo. En alguno de sus penosos cortejos había prometido apoyos a los cineastas que ahora resultan damnificados por la iniciativa gubernamental. El ministro que quería vestirse ahora con el disfraz de Salvador de las Artes es exhibido en su nulidad. El episodio puede ser trivial pero es ilustrativo de la obstinada descoordinación de la administración foxista. Más aún, puede ser un ejemplo de que la convocatoria presidencial ha sido interpretada de modo distinto por los miembros de su equipo. Algunos entenderán que la idea de dar prioridad a la política significa que el camino de la ambición está abierto. Privilegiar la política: descarar mi urgencia para que el partido me haga candidato.

En segundo lugar, no logra la administración abrir un abanico de razones para convencer a los actores políticos y a la opinión pública de la sensatez de sus propuestas. Si algo sugiere la noción del privilegio de la política en un contexto democrático es precisamente la centralidad de la razón que se ofrece en público para buscar la persuasión de quienes deciden. Si hoy tenemos en la mesa un paquete de iniciativas económicas importantes, deberíamos tener un extenso ejército de argumentadores defendiendo el sentido de la propuesta gubernamental. Deberíamos ver, en primer lugar, a un secretario de hacienda explicando pacientemente el contenido del plan, exponiendo sus novedades, argumentando sus beneficios. ¿Alguien ha escuchado esa exposición? Lo que hemos oído es una alocución de intimidaciones: si esto no pasa, el caos caerá sobre nosotros. Y, frente a esa amenaza rodeada de silencio, un mundo de críticos que tacha la propuesta de perversa, insensible, brutal y, por si fuera poco, asesina de la cultura. El gobierno aparece de este modo como un gobierno sin razones, un gobierno sin argumentos. ¿Dónde se encuentra la política cuando sus argumentos se esconden?

Quien sí ha tratado de defender insistentemente su propuesta es el Presidente de la República. La reforma es necesaria, es posible, es benéfica. Pero su defensa ha incorporado ideas que terminan debilitando su propia iniciativa. Por ejemplo, el presidente Fox ha reiterado una y otra vez su extraña convicción de que los impuestos son siempre injustos y que, por lo tanto no hay que pensar en ellos. Lo importante, sugiere, es el gasto. Para decirlo con el elegante vocabulario de la temporada: el presidente nos invita a tragar camote al pagar impuestos con la esperanza de que la reivindicación llegue a la hora del gasto. La injusticia fiscal se repara en el presupuesto. ¿Cómo puede sostenerse esta noción de la injusticia inevitable de los impuestos? ¿Es defendible un impuesto que es declarado injusto por su promotor? ¿Cómo puede hacerse de esta idea una pieza fundamental de la persuasión política?

Entre las confusiones, la politiquería ejerce su dominio. Los pequeños cálculos de los actores políticos tienen el mando. La nulidad gubernamental para defender sus propuestas tiene la palabra. Mientras el tiempo se escurre, seguimos atrapados por las ocurrencias de una señora, las bravatas de un senador, las amenazas de un gobernador, la frivolidad de un secretario, el desplome de una maestra. Se ha impuesto el privilegio de la politiquería.

Reforma, 17 de noviembre

14/11/2003

Legalidad y caudillismo

Quien dude de mi honestidad, dijo alguna vez Rousseau, merece la horca. Nadie podría cuestionar la moralidad del sufriente demócrata que mostró al Pueblo su camino. Esa era la medida de su tolerancia. Esa era también la magnitud de su vanidad. La palabra del predicador estaba por encima de cualquier duda. En el mismo tono, nuestro Jefe de Gobierno se lanza a pontificar y a infamar a sus críticos. A través de su palabra habla el pueblo y la moral, quienes lo censuran no son más que golpeadores a sueldo del enemigo de la nación. El retrato de este hombre puede verse en la entrevista que le hizo María Scherer Ibarra la semana pasada en Proceso. Las leyes son falibles; su sentido de la justicia no. Las leyes son humanas; su voz no. La entrevista no tiene desperdicio. López Obrador reitera firmemente (como debe hacerse, por supuesto) sus convicciones. Sus críticos somos empleados del Innombrable. El augusto gobernante sentencia: “Es una campaña. El jefe Salinas está extendiendo ese punto de vista a través de sus allegados en México. La campaña es muy obvia: quieren hacerme aparecer como líder mesiánico, contestatario, no respetuoso de la legalidad, no respetuoso de la autoridad, populista. Se repiten, como loros.” Naturalmente, sólo los mal nacidos, los pericos, los empleados de satánico expresidente podemos criticar sus ideas y sus acciones. Los buenos mexicanos, en cambio, lo reciben entusiastas coreando su hermoso lema: “el-pueblo-se-cansa-de-tanta-pinche-transa.” Esos sí son el pueblo auténtico; esos sí son el México verdadero. Sólo la imaginación más perversa puede sugerir que el sensato y valiente gobernante pierde piso.

No se le puede tachar de ambiguo. El Jefe de Gobierno es un hombre claro cuando quiere serlo. Las leyes que no le gustan son inservibles; las disposiciones legales que él juzga injustas no tienen valor alguno; por encima del principio de división de poderes está el sentido de dignidad de los gobernantes; arriba de la Suprema Corte de Justicia está el sentimiento popular. Las declaraciones del político más popular de México son cosa seria. Reflejan una idea de la democracia que no es distinta a la que esgrime Hugo Chávez en Venezuela. Las estructuras institucionales son nidos de corrupción que deben ser limpiadas por un caudillo que representa al verdadero pueblo. ¿Exagero? Las palabras de López Obrador no dan motivo para una interpretación benevolente. Uso las comillas porque lo dicho no acepta paráfrasis. Usted está en un dilema ético, entre la ley y la justicia, plantea la entrevistadora. Y agrega una afirmación sencilla. “Hay que respetar el equilibrio de poderes.” ¿Qué responde el alcalde de la Ciudad de México? ¿Con una afirmación clara que introduce su respeto por el orden institucional? No. La respuesta de López Obrador es un no terminante. “No hasta la ignominia,” dice. Esa es la convicción de nuestro Jefe de Gobierno: no hay que respetar la división de poderes si ese respeto conduce a la ignominia. En otras palabras, el reparto de competencias constitucionales ha de respetarse solamente si no causa deshonor a los gobernantes. Así, el sistema de división de poderes queda al arbitrio de quien ejerce el poder.

Para el Jefe de Gobierno el legalismo es una trampa. No es la ley torcida lo que nos he hecho daño, sino la ley que se aplica estrictamente. “La ley que no es justa no sirve. La ley es para el hombre, no el hombre para la ley. Una ley que no imparte justicia no tiene sentido.” Lo interesante es que a juicio del alcalde, las instituciones no son los canales adecuados para determinar la justicia de las leyes. Eso corresponde al hombre que encarna la moralidad pública: a él. Es él quien debe definir cuáles son las leyes justas; a él corresponde por lo tanto, la facultad de colocar las leyes injustas en el cesto de la basura. María Sherer detiene la perorata moral del alcalde y le dice con claridad. “pero mientras ocurre el cambio (de las leyes), usted debe cumplir con la ley.” ¿La respuesta? “No.” “No hasta la ignominia, ” reitera López Obrador. Y exige de inmediato una interpretación política de la ley: “No mientras tenga la posibilidad de ser interpretada con criterio.” Como un policía insinuante, el Jefe de Gobierno suplica a los ministros de la Corte: “ai’ se los dejo a su criterio.” “¿Está usted vulnerando el equilibrio de poderes?”, pregunta la reportera. Y el misionero responde que las instituciones deben subordinarse al imperio de la realidad. Y así expone una noción que sigue puntualmente el guión del autoritarismo populista: “la división de poderes tiene que darse, pero la Corte no puede estar por encima de la soberanía del pueblo, de las leyes humanas del pueblo. La jurisprudencia—agrega el profesor de teología—tiene que ver, precisamente, con el sentimiento popular.” Esa es la palabra de López Obrador.

La fuente primaria de las obligaciones jurídicas está ahí, en el sentimiento popular. El resto de los instrumentos normativos es reflejo de esa emoción. Todo intérprete de la ley tiene como primer deber descifrar el sentimiento colectivo. El alcalde del Distrito Federal reitera los lugares comunes que desprestigian a un tribunal constitucional: no es una junta de notables, no es un poder divino: es una autoridad humana que ha de subordinarse a la voluntad o, más bien, al sentimiento popular. Parece razonable: el pueblo mexicano ha de estar por delante de un pequeño consejo de abogados con toga. El pequeño problema es que si uno no es Andrés Manuel López Obrador, no resulta tan fácil conocer quién es el pueblo y cuál es su voluntad. Ahí está el diminuto inconveniente de la tesis: echar abajo los equilibrios institucionales no sirve para parir la justicia sino para entronizar a un caudillo que se ostenta como la Voz del Pueblo.

Los defensores de López Obrador sugieren que la defensa de la Suprema Corte es una sumisión a las vacuidades de legalidad. Son los santones de la legalidad quienes critican al alcalde de la valentía. Que no pague, corean. Creen que defender la legalidad supone creer que la ley es valiosa en sí misma, que es el único espejo de la justicia. Lejos de ello, la denuncia de las aberraciones de López Obrador se escuda en el escepticismo. No sería raro que el fraude y el abuso hayan adquirido sello oficial. Sin embargo, la demolición de las instituciones y la entronización del sentimentimiento popular como norma suprema, en lugar de reparar el abuso, levantarían uno más peligroso. Las leyes de los congresos, los decretos de los gobiernos, las sentencias de los jueces pueden ser actos tan irracionales, tan torpes, tan injustos como el de cualquier persona. Si tiene sentido defender su vigencia por encima de los chantajes de la ilegalidad es porque la alternativa a ese espacio medianamente regulado del derecho es el imperio de un caudillo. La defensa de una legalidad estricta no es sacralización de la ley, es precaución frente a la consagración de un caudillismo carismático.

Reforma, 10 de noviembre

03/11/2003

La invención de un problema

El IFE pudo haber sido una institución polémica; no era un problema. Ya lo es. Gracias a los pigmeos de nuestra política, el órgano electoral ha vuelto a ser un conflicto de nuestra vida pública. Nadie podría estar totalmente de acuerdo con todas sus decisiones. Naturalmente, había inconformes con sus resoluciones, críticos de sus dictámenes, resentidos por algunos de sus castigos. Pero nadie, salvo los obnubilados, cuestionaba su imparcialidad, su compromiso con las reglas, su distancia frente a los competidores. Eso se acabó. Reviviremos los días que no teníamos que volver a vivir. Se escenificarán de nuevo los pleitos que ya habíamos superado. Los titulares de los periódicos podrán pecar por desmesura pero reflejan el retorno de una atmósfera: asalto al IFE, golpe a la democracia, regresión política, imposición, reparto de cuotas, involución democrática. Nuevamente, uno de los partidos políticos nacionales denuncia al árbitro como un actor interesado en el desenlace del juego. Las biografías de los nuevos consejeros son un argumento persuasivo del retroceso. La pieza de la tranquilidad ha sido removida. La remplazó un órgano que nace de acuerdo faccioso.

Se respira un triste aire de regreso. El nuevo aire, es en efecto, triste. Cuando se tira a la basura lo más preciado, cuando se desaprovecha el talento y la experiencia, cuando los mezquinos logran castigar el prestigio de la independencia, cuando el país dilapida sus orgullos, el panorama es francamente amargo. Las advertencias fueron tiradas a la basura. Después de todo lo que ha invertido el país en la construcción de instituciones confiables, los actores deciden demolerlas. El decisión reciente en la Cámara de Diputados es la muestra más reciente de nuestra propensión a producir ruinas. Destruir un templo del siglo xvii para colocar en su sitio una vulcanizadora; talar un bosque para situar en sus colinas un bazar, demoler una institución que funciona para fundar una manchada. La historia de nuestras ciudades es el relato de destrucciones sucesivas. La historia de nuestra política lo es también. En lugar de cuidar lo que tenemos, se emprende la tarea de destrozarlo. Los adoradores del corto plazo sentirán la dicha de haber terminado con una etapa, de haber tronchado el arbusto que les incomodaba. Y ahora, a comenzar de nuevo.

Lo había advertido con toda claridad el saliente presidente del consejo del IFE: el consenso era conveniente. No le hicieron caso. Si algo marcó positivamente el nacimiento del antiguo consejo fue, precisamente, el respaldo unánime de los partidos a los nuevos titulares del órgano. Todos los partidos veían al instituto como el centro de la imparcialidad. Las trayectorias de los consejeros y los equilibrios interiores daban a todos ellos la confianza de que el órgano se conduciría con rectitud. Cada partido podría encontrar recepción a sus exigencias. Hoy el órgano electoral nace con el rechazo enérgico de uno de los tres partidos cruciales de México. Para el PRD el país ha retrocedido diez años. Quizá el propio partido de centro izquierda es corresponsable que de ese retroceso al marginarse voluntariamente de la decisión final, pero su percepción es que el árbitro se ha vuelto cuidador de los intereses de los dos partidos mayores.

En todo caso, la responsabilidad por el destrozo del consejo es compartida. El primer responsable de la desgracia política que hemos vivido es, sin duda, el partido mayor, el PRI. El PRI es responsable de la liquidación de la experiencia por haber decidido eliminar a todos los consejeros del Instituto. No tenía que haber sucedido así. Era absurdo sostener que la ley impedía la reelección de los consejeros. La cláusula de la no reelección es una restricción de los derechos políticos de los ciudadanos, que requiere una disposición expresa. No existía tal regla. Los consejeros podrían haber permanecido en sus cargos. Que varios de ellos hubieran prolongado su estadía en el Instituto habría sido un acto de la responsabilidad. El PRI se empecinó en cortarle la cabeza al IFE. Ha colocado en su lugar un consejo en el que verá su huella, pero en el que paradójicamente no podrá confiar. La miopía de los priistas es escandalosa. Se decidieron a favorecer delegados del PRI ante el Consejo General del IFE. Sin ningún pudor convirtieron a sus subalternos en árbitros. Lo que no calculan los priistas es que, al asumir su cargo, los consejeros obedecerán otra lógica. Una reinvención personal tendrá que verificarse en cada uno de ellos. Si los consejeros priistas actúan efectivamente como delegados priistas, los consejeros propuestos por ese partido despretigiarán al instituto que puede dar legitimidad a una victoria del PRI. Si quieren implantarse como consejeros independientes, no tendrán más remedio que actuar contra sus patrocinadores. Nada era más necesario para el PRI que tener un IFE prestigiado y sólido al frente de las elecciones del 2006. Si puede recuperar el poder en un contexto de intensa competencia, necesitaba un árbitro creíble y fuerte que pudiera detener las inconformidades que pudiera levantar su recuperación. El conflicto está anunciado: ¿puede este árbitro disminuido y cuestionado dotar de certidumbre a la nueva competencia?

Los perredistas también son responsables de la faccionalización del IFE. Al retirarse de la decisión final, huyeron a su tradición antigua. En lugar de compromenterse con la redefinición del instituto, optaron por la denuncia de un órgano al que ya no quisieron conformar. Su cálculo es irresponsable pero no es absurdo. Ante la cerrazón del PRI y la ineptitud del PAN, el PRD opta por condicionar desde ahora su respaldo al veredicto electoral. El PRD disfruta de las ventajas de colocarse nuevamente en los márgenes de la institucionalidad. El nuevo órgano electoral no es reconocido como institución auténticamente democrática por un partido de ambiciones presidenciales. ¿Alguien puede festejar este desenlace? Si el PRD no gana las elecciones no habría problema, por supuesto. Pero, imaginemos que el PRD queda en segundo lugar, a unos pocos puntos del ganador. Con este IFE, ¿cuál es el escenario probable? ¿El reconocimiento civilizado de la derrota o la desacreditación de la victoria?

Cuando el PRI y el PAN votaban para conformar su consejo, aparecieron listones negros en la Cámara de Diputados para lamentar la muerte de la democracia mexicana. Lo que sucedió recientemente ahí fue muy grave y muy lamentable. Pero no es la muerte de la democracia. El IFE no es solamente su consejo general, existe ya una estructura profesional con experiencia. Existe también un tribunal electoral que otorga un piso adicional de certidumbre a nuestros procesos electorales. Pero la manera en que se ha renovado el IFE es una desgracia para el país, es una muestra de la miopía de una clase política negada para ver, ya no digamos el interés del país, sino su propio interés en mediano plazo.

Reforma, 3 de noviembre

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