29/12/2003

De inocencias

(Artículo para ayer).

Que la política sea el arte de lo posible implica una prevención frente a la intrusión de los niños en los asuntos del Estado. Lo advierte con esa claridad el ensayista alemán Peter Sloterdijk, autor de una crítica de la razón cínica. "Seguirán siendo niños a los ojos del estadista aquellos adultos que nunca han aprendido a distinguir con certeza entre lo políticamente posible y lo imposible. El arte de lo posible es sinónimo de la aptitud para salvaguardar el ámbito de la política frente a los excesos de lo imposible" (En el mismo barco, Siruela, 1993). Tomar en serio la política es descubrir la dificultad, combatir las fantasías que se empeñan en embobar a los hombres con mitos de inocencia. Pero en nuestro suelo hay pocos políticos que respetan la gravedad del oficio al que se dedican. Quizá a eso se deba en parte la miseria de sus productos: plomeros que no otorgan a su labor la consideración elemental o que, más bien, confunden su tarea con la del electricista. En efecto, nuestros políticos son hoy expertos en la coreografía de ceremonias, modelos que posan para los fotógrafos, hábiles productores de ocurrencias, simpáticos polemistas de banqueta, volibolistas de un eterno debate. ¿Son políticos? Lo son apenas por el sitio que ocupan en el espacio público, por el cargo que ostentan, por las responsabilidades que tienen entre manos. Pero su acción parece evadir sistemáticamente la densidad de lo político.

Desfila por nuestro escenario público una colección de personajes que reclama para sí la inocencia perfecta. Son hombres convencidos de estar libres de cualquier culpa, que observan desde una plataforma de soberbia el paisaje de la política. Sucede que la retórica de la inocencia construye un paraje de impunidad. Envuelto en su bandera protectora, el inocente no puede ser culpable jamás. Su compromiso no es el de los resultados sino el de la autogratificación. Se consuela pensando que si ha causado una catástrofe, es inocente porque no ha cometido una sola falta de ortografía. Pienso en cuatro personajes que encarnan este discurso.

Inocencia democrática. Piensa el ingenuo demócrata que basta instaurar el mercado de los votos para que la política florezca y la economía desparrame generosamente sus frutos. El único problema importante para este hombre es la negación de la voluntad popular; una vez que ésta hable y se imponga, los problemas nacionales desaparecerán uno tras otro. La democracia como solución perfecta de cualquier contrariedad no tiene defecto alguno. Esta inocencia empieza a desvanecerse a golpe de frustraciones, pero importa porque se trata de la ingenuidad fundacional de la nueva clase gobernante. El panismo olvidó muy pronto el llamado de su fundador para abrazar cuidadosamente la técnica, como la única forma responsable de acercarse a la cosa pública. El discurso panista quedó reducido a una obsesiva retórica. Mística electoral, la llamó alguien burlonamente. Nuestra misión, decían, es desterrar el fraude electoral. Lo lograron y con ello, desde luego, ayudaron a dar un gran salto al país. Pero una vez que expulsaron esa práctica de la vida nacional, no supieron qué hacer. Sólo pensaban que eran demócratas concebidos sin pecado y que sabrían hacer las cosas mejor que los pillos a los que desbancaron. Caminan muy orgullosamente al lugar de su origen: a la comodidad de la oposición heroica.

Inocencia moralista. El moralista está convencido de que el mundo está partido en hemisferios. De un lado, los corruptos, los pillos, aquellos que se dedican a engañar al mundo, a robarle a quienes menos tienen. Son egoístas que piensan obsesivamente en los modos de exprimir eficientemente al vecino. Del otro lado están los hombres del bien, aquellos que se conducen rectamente guiados por los ideales, por los principios. Los hemisferios, como se encarga de repetir esta cantaleta, no se tocan. No hay espacio para el error: quien tiene la moral, también es poseedor de la verdad y la belleza. Todo lo bueno va junto. Por supuesto, no hay espacio para la conversación entre estos mundos de hermética moralidad. Las cosas son simples, amenaza el moralista: yo camino por la ruta que mis principios marcan. Quien me quiera seguir será bienvenido, quien se ponga en mi camino será arrollado. La inocencia que en el caso del personaje anterior es una disculpa de incompetencia, es en este caso una magnífica coartada del abuso. No puedo manchar mis manos purísimas con la negociación, jamás admitiré rebajarme al acatamiento de la sucia legalidad: aquí estoy, éste soy yo y asumo las consecuencias de ser un hombre moralmente recto. Nada podrá lastimar al héroe de la limpia moral, predica el evangelista. Si no es este mundo, será en el otro.

Inocencia tecnocrática. Las cosas son sencillas, lo único que necesitamos es dominar las complejidades de la ciencia y vaciar nuestra sabiduría en el recipiente de la realidad. Cuando la razón gobierne, la felicidad bailará entre nosotros. Tenemos la verdad de nuestro lado y, por lo tanto, lo único que debemos hacer es proclamarla para que la sociedad se incline de inmediato ante la contundencia de nuestras fórmulas. No hace falta perder el tiempo en busca de la persuasión: la verdad es evidente en sí misma, la única retórica valiosa es la contundencia de un saber incuestionable. La receta se demuestra en el pizarrón, y todos los que estén abiertos a las demostraciones de la inteligencia aceptarán el veredicto incontrovertible de la técnica. El tecnócrata se convierte de este modo en una especie de moralista de la ciencia. No está dispuesto a negociar su verdad con nadie. El tecnócrata no se ensuciará con las vulgaridades de la transacción parlamentaria: lo suyo es la cátedra. Un salón de clase en donde hay alumnos devotos y alumnos tontos que insisten en sumar peras con salchichas.

Inocencia de la irresolución. El irresoluto quiere viajar en balsa, impulsado por la corriente del río. No opone resistencia, se acuesta en el bote y se echa a dormir. A veces despierta para pronunciar discursos inocuos: habla de lo hermosa que es la naturaleza, de la sabiduría de las corrientes fluviales, del deber de aceptar serenamente el veredicto de la voluntad del agua. Después del discurso, regresa a su siesta. Es inocente del curso del río, por supuesto. No conduce la balsa. A diferencia de los otros inocentes, el fanático de la indecisión proclama constantemente su disposición a negociar, su interés en conversar con todos. Así se imagina en las páginas de la historia: como un hombre que abraza a todos, un hombre que logra la conciliación de todo el mundo. En búsqueda de la conciliación total, ha cortado el nervio de su propia voluntad. Ha descubierto que no quiere nada. El hombre que nunca decide sabe bien que si opta por un camino habrá quien se incline por otra ruta. Y por ello se queda descansando, a la espera de que el río tome la decisión. El, por supuesto, será inocente cuando el barco se despeñe por la catarata.

Reforma, 29 de diciembre de 2003

22/12/2003

Los placeres del Congreso

El placer del Congreso es la acción, decía Walter Bagehot, ese extraordinario crítico del teatro político, ese genial psicólogo de las instituciones políticas. Las asambleas representativas son animales de vanidad ilimitada que tienden a creer que todo lo pueden, que todo lo saben, que todo pueden resolver. Su delicia es la acción. Un impulso congénito las induce a actuar, así sea por simplemente actuar. El problema es que el trabajo de una asamblea no puede medirse sensatamente por la cantidad de reglas que expide sino por la calidad de sus productos, por el efecto de sus decisiones. Y sin embargo, la tentación de los legisladores es demostrar su desempeño por la cuantiosa manufactura de leyes. Recuerdo que recientemente una legislatura local presumía la cantidad de leyes que había aprobado en un periodo. ¡226 leyes en tan sólo tres años! Como el gerente de una fábrica de ladrillos que ha logrado superar en un año la producción del periodo anterior, la asamblea se jactaba del montón de leyes que había decretado. Hay que entenderos: los legisladores no cortan el listón de edificios relumbrantes, no inauguran escuelas, no asisten a las ceremonias en las que se festeja la apertura de una carretera; lo que les toca es hablar, dicutir, votar.

Cuando al natural ánimo de actuar se le suma a una legislatura la ausencia de cadenas de responsabilidad, el engendro es imbatible: actuará para vestir el aparador de las apariencias. Lo que importa será laos gestos de la valentía, la simulación de la entereza y la dignidad, las proclamas de compromiso. Paradójicamente, la ausencia de reelección legislativa cierra el mirador de los legisladores al plazo más inmediato. El legislador de hoy no tendrá que rendir cuentas de lo que su voto ha provocado. Se contentará con la fama inmediata de haber derrotado una iniciativa impopular o haber dado forma legal a algún deseo hermoso. Además, el legislador tendrá un catálogo de enemigos a los cuales podrá achacar la autoría de la desgracia, si es que ésta se aparece. Nada es tan grato como dirigir el dedo índice para apuntar a los culpables de nuestra miseria. El placer de la actuación congresional encuentra de este modo dos territorios para su deleite: el gozo de la satisfacción inmediata y el encanto de la denuncia. Esa es la pareja de tentaciones a la que se entrega nuestro nuevo congreso improductivo. Por una parte, se legisla hoy para el titular de mañana. Ese es el horizonte de la actuación congresional. Las reglas imponen un consejo de cinismo: en el mediano plazo todos estaremos desempleados. Por el otro lado, se emplea la tribuna del Congreso como el foro supremo de las manifestaciones. El Congreso es visto como un espacio que debe demoler simbólicamente las décadas de cortesanía frente al presidente para convertirse en la tribuna de las hostilidades. ¿Qué diferencia hay entre el salón de plenos del congreso federal y la plaza pública que acoge una marcha de maestros inconformes? Los legisladores no han asumido plenamente que forman parte de una institución decisora, de un órgano de la república que tiene encomendado la resolución de graves asuntos. Un congreso que representa pero que no resuelve es tan deficiente como el congreso que padecíamos previamente: un simple órgano de ratificación. Como si los legisladores quisieran ahuyentar las brujas serviles del antiguo régimen, se empeñan en decorar el recinto parlamentario con las mantas y pegatinas de una marcha de rebeldes. Y los razonamientos son ahogados por las consignas.

Véase la actuación del congreso mexicano en estos tiempos: su deleite parece estar en estas dos regiones de la acción política: decisiones atrapadas por la improvisación y secuestradas por el cálculo más estecho y la expresión ruda de las inconformidades y la hostilidad. Así, se legisla hoy por lo que parece lindo; se grita hoy contra los que son señalados como traidores. Los placeres viciosos del Congreso son provocados por las reglas mismas de su constitución. Lo decía hace un momento: cuando se prohibe el profesionalismo legislativo reinan los instintos políticos más elementales. La política de la responsabilidad a la que llamaba Weber en su famosa conferencia es casi imposible bajo las instituciones de la irresponsabilidad.

Los partidos políticos podrían ser correas de responsabilidad. Las ambiciones de las organizaciones partidistas, la defensa de sus intereses locales y su necesidad de anticipar el mediano plazo, podrían ser un látigo de disciplina para los actores individuales, un acicate para orientar las diferencias hacia la negociación y el acuerdo. Los partidos, en efecto, sirven como conductos de gobernabilidad porque, en la defensa de sus intereses, fomentan la cohesión de sus miembros y buscan proyectar el cálculo político al mediano plazo. Pero los nuestros no han logrado convertirse en palancas de la gobernación democrática. Sus pleitos interiores—pienso sobre todo en los del partido mayor—impiden la conformación de una fuerza negociadora y constructiva.

Nada estimula más la irresponsabilidad legislativa que la acumulación de frustraciones. El Congreso es visto cada vez más como una arena de pleitos. Ahí anida la amenaza más peligrosa: frente a la visible parálisis legislativa, los protagonistas sienten ya la necesidad de dar muestras de actuación. Que se vea pronto que este congreso sirve, que trabaja y que funciona. Que se demuestre ya que el congreso puede llegar a acuerdos. El sentido del acuerdo, el valor de lo pactado pasa a un segundo plano. Lo urgente es demostrar el valor de una institución repuesta. La tentación es palpable. Es visible sobre todo, en el campo priista que, después de haber dado al traste a las negociaciones fiscales, pretende barrer sus culpas con alguna ceremonia que simbolice un impulso constructivo. Ahí está el gran peligro. El disgusto que sentimos por el trabajo del Poder Legislativo no puede hacernos perder de vista que el traspié legislativo es mucho peor que la parálisis legislativa.

Hoy vemos que la clave para desatorar la maquinaria del congreso está en la palanca de la ilusión. ¿Cuál ha sido la propuesta de los antirreformistas para resolver el problema fiscal? La farsa. El desastre fiscal se resuelve fácilmente: simplemente modifiquemos la estimación de nuestros ingresos petroleros. Con ese cambio diminuto todo empieza a cambiar de color: no cobramos nuevos impuestos, bajamos los existentes y tendremos más dinero. No necesito trabajar más para comprarme la casa que quiero, me la compraré pensando que el año que entra ganaré la lotería. Para satisfacer la necesidad parlamentaria de la actuación los legisladores recurren al conocido expediente de la magia legal: cambiemos la ley y cambiará la realidad. Adicionemos un párrafo a la Constitución para establecer, como lo acaba de hacer el Senado, que todos los mexicanos tienen derecho a comer y los mexicanos empezarán ver que sus platos se llenan de comida abundante y nutritiva.

Reforma, 22 de diciembre de 2003

15/12/2003

Representación sin deliberación

La decisión de echar abajo el dictamen de una comisión parlamentaria es un acto normal en la vida de un congreso. La tarea del pleno es examinar las propuestas de sus comisiones para aprobarlas o rechazarlas. No hay en esa decisión ninguna señal de crisis legislativa. Tampoco es grave que la propuesta gubernamental haya sido derrotada, a menos de que se crea que no hay más ruta para México que la que traza el Poder Ejecutivo. De hecho, la iniciativa presidencial había muerto días atrás, cuando la comisión hacendaria se había apartado del plan gubernamental para diseñar su propia propuesta. Cuando el Presidente lamenta la decisión del Congreso, lamenta la derrota de una propuesta ajena. Pero algunos creen que el país fue salvado hace unos días y otros están convencidos de que dimos un salto al precipicio. La virulencia de las descalificaciones que se han escuchado en estas horas no encuentra borde. Unos han frenado el feliz desarrollo nacional, otros buscaban clavarle un puñal a los pobres; unos están impidiendo que los hospitales tengan medicinas, los otros están pateando a los electores; unos son traidores, los otros también.

La reyerta priista ha marcado el tono del debate. El salvaje pleito entre los dirigentes del PRI secuestró primero a su partido, después al congreso, ahora a México. Uno y otro bando han definido la polémica en términos absurdos. Para unos no hay otro proyecto de modernidad, más que el propio. Están convencidos de ser los propietarios de la razón reformista y pontifican que todos los que se les oponen son los retardatarios, los demagogos, los irresponsables de siempre. El otro bando se escuda en el insulto: combaten traidores que merecen la horca. Entre la arrogancia y el insulto no hay conversación posible. Y esa imposible conversación fue lo que se escenificó hace unos días en la Cámara de Diputados. Las posiciones eran ambas razonables, entendibles, atendibles. La manera en que se cocinaron políticamente las convirtieron en cantaletas intransigentes. Eran razonables los argumentos de los reformistas: se avanzaba en la eliminación de los agujeros fiscales y se distribuían los nuevos recursos entre los estados. Anticipaban un aumento importante en la recaudación que fortalecería las finanzas federales y locales. Se trataba de una apuesta razonable pero atrevida: el perjuicio inmediato será recompensado en el mediano plazo gracias a los empleos que se crearían y a las inversiones liberadas. También era entendible la renuencia de muchos priistas. Hicieron de la derrota previa al IVA su principal carta electoral. Por todo el país exponían un compromiso claro: no a la gravación de alimentos y medicinas. El impuesto inventado guardaba las apariencias pero era la envoltura de un engaño. Naturalmente, los legisladores que ganaron su cargo en elecciones difíciles sienten un compromiso con sus electores. Era un dilema complejo.

Eran, insisto, cuerdas racionales de un debate necesario. Por un lado, estaba la argumentación del técnico apelando a la valentía del estadista que toma decisiones difíciles, que se arriesga incluso a abandonar compromisos previos para dar el salto que las circunstancias exigen. Por el otro lado, el razonamiento de quienes reivindican su carácter de representantes populares, y se niegan a romper un convenio explícito. Pero el debate esperado no se dio. Las razones que se esgrimieron a favor de la reforma fueron opacadas por el griterío. Quienes se oponían a la reforma dentro del PRI optaron por insultar y denigrar a quienes osaban defender sus argumentos. Con la simpatía del nuevo coordinador de los priistas, muchos legisladores desplegaban cartelones inadmisibles en cualquier foro civilizado. ¡Mueran los traidores a la patria! rezaban las pancartas. El sitio en el que deben prevalecer las condiciones más seguras para la expresión de las ideas, se cargaba de amenazas. Vale la pena detenerse en el significado de esos papeles y en quienes los portaban. No se trataba de activistas sociales que desde fuera del recinto parlamentario daban vuelo a su rabia. Eran diputados, representantes populares que entendían el desacuerdo en esos términos. Quienes buscan una idea distinta son desertores que merecen la muerte. Se dirá que se trata una inofensiva expresión; que nadie pretendía el fusilamiento de los contrarios. No lo creo: la pancarta de la intimidación y el clima de insultos y agresiones que se vivieron en la Cámara de Diputados son prácticas inadmisibles en un foro civilizado; señales de una grave enfermedades de nuestro pluralismo: nuestra incapacidad de discutir.

Me atrevo a decir que lo menos grave en la decisión reciente de la Cámara de Diputados fue la decisión. No tengo elementos para evaluar lo que se ganó o lo que se perdió con esa decisión. Lo que me parece realmente preocupante es la exhibición de la discusión imposible. Seguramente la intensificación de la competencia ha dado a nuestras asambleas legislativas un carácter más representativo. La fresca representatividad de la Cámara de Diputados explica en buena medida la aversión a políticas impopulares. La representatividad democrática está funcionando. Lo que no está funcionando es la deliberación democrática. Los diputados sentirán una liga estrecha que los vincula a sus electores. Pero ese compriso no se acompaña con un empeño de responsabilidad, racionalidad y tolerancia. Tenemos de este modo un legislativo más cercano a los electores pero tan distante como siempre de la negociación. En un circo en el que prevalecen la intimidación y la violencia verbal no puede abrirse camino el entendimiento y el pacto. Si, tras una deliberación, por muy intensa y ríspida que sea, la mayoría decide su voto, la democracia estará caminando. No digo que esa decisión esté condenada a ser sensata y conveniente. Podrá ser perjudicial, pero se tratará de una resolución que emerge de la confluencia de valores y argumentos públicamente defendidos.

Quizá el auténtico debate nacional sea un diálogo de gestos, de muecas, de señas procaces. Y el Congreso es el escenario en el que estas señales se expresan de la manera más clara. Hace algunos años la opinión pública se escandalizó por la imagen del lider de los priistas que, aparentemente, festejaba un aumento de impuestos con un grosero movimiento de brazos. Las voces de indignación se apresuraron a convertir la señal en el símbolo de una clase política abusiva que festejaba con cinismo sus excesos. Hace unos días el dirigente del PRD en la Cámara de Diputados hizo la seña equivalente cuando enroscó los dedos de su mano derecha para formar un arco que rociara su insulto a los derrotados de la bancada panista. Los caracolitos mostraban el orgullo de la nueva clase política mexicana. La estampa es tan elocuente como la anterior: la clase política retratada es capaz de entorpecer y humillar pero no logra formarse para decidir. ¿Para qué perder el tiempo discutiendo, si les podemos mentar la madre?

Reforma, 15 de diciembre

08/12/2003

El partido del rencor

El desenlace de la crisis en la diputación priista fue ruidoso pero no puede decirse que haya sido sorpresivo. Cualquier observador atento veía los puñales que escondían quienes hace unos meses se abrazaban en busca de la dirigencia del PRI. El cortejo de los caciques anticipaba el divorcio. Se sabía también que la separación no podría ser amigable: sería escandalosa y brutal. La pregunta era simplemente cuál sería el momento en que se desataría la riña. Ese momento llegó hace unos días. El presidente del PRI dio la estocada a su secretaria general. Se aliaron la arrogancia de la profesora, la ambición del tabasqueño y el resentimiento de los priistas. Después de llamarlo mentiroso, la lideresa degradada tildó de traidor al dirigente de su partido. La justicia tiene extrañas formas para abrirse paso: después de haber atropellado con lujo de ilegalidad a los priistas que le disputaron el liderato a principios del año pasado, Elba Esther Gordillo se dice víctima de un operativo ilegal. Me duele en el corazón, dice. Ella y sus voceros no dudan en usar la palabra golpistas para referirse a quienes gestaron su destitución. Tiene gracia: los perpetradores del abuso previo se vuelven los indignados por el abuso reciente. Ahora no fueron ellos a los que “se les pasó la mano,” sino sus antiguos compañeros de viaje. Montados en la desmemoria de sus oyentes, los priistas vencidos se lanzan a la descalificación de sus enemigos actuales, sin reparar en el hecho de que fueron sus aliados dóciles en tiempos muy recientes.

El opinionismo instantáneo se apresura a declarar (nuevamente) que (ahora sí) asistimos al final del PRI. Finalmente, después de tres años como muerto viviente, el PRI está al borde del tumba. Lo que vemos es evidencia de que el PRI se está rompiendo y que pronto asistiremos a su desmoronamiento final. Después de lo que unos han dicho de los otros, no puede haber puente de regreso: la fractura es irremediable y lo único a discutir es la forma en que se dará la explosión. Me temo que la celebración por el entierro sigue siendo prematura. Deberíamos aprender: así se llevan los priistas. El guión del PRI que sobrevivió su imperio empieza a aclararse: en las disputas por el poder, se impone tarde o temprano la trampa; en ausencia de una correa disciplina, los derrotados se desahogan verbalmente durante unos cuantos días (más bien unas cuantas horas); después del consuelo de la denuncia viene el silencio y el olvido. En el país de la desmemoria el PRI es rey. Así sucedió el año pasado: el PRI también parecía partido por la mitad, el escándalo de la ilegalidad era infinitamente mayor al de ahora, se recitaron los mismos insultos… y nada. Quienes parecían encaminados a la sublevación después de denunciar que los dirigentes eran bandidos electorales, decidieron callarse y esperar la llegada de mejores tiempos para ellos. Los perdedores gritaron para después guadar silencio; los ganadores recibieron estoicamente los golpes y llamaron a la unidad. Miremos al futuro, restañemos las heridas, tendamos puentes. Es así como el PRI sigue siendo el paraíso de Aquinopasanada.

Ahí, en efecto, no ha pasado nada. La cabeza de la coordinadora del PRI es el trofeo más reciente en el torneo de los escarmientos. El partido disciplinado y silencioso que fue el PRI hace tiempo que fue sustituido por una organización pendenciera y resentida. No fue, por cierto, la derrota del 2000 lo que originó ese cambio. Los rencores de familia vienen de atrás. El origen de la inquina fue el desplazamiento de una clase política dentro de la propia estructura priista. El grupo reformista que llegó al poder a finales de los años ochenta fue incapaz de sumar al PRI a su causa. Ahí nació el encono. Los economistas que dirigieron al país desde los años ochenta usaron al PRI como herramienta del gobierno pero no lo incorporaron a las tareas de un cambio que siempre consideraron ajeno. El PRI era una instrumento que aprovechar, no un fuerza con la que debía negociarse. Materialmente se trataba de un peldaño que pisar para alcanzar los propósitos delineados. El corazón del PRI ubica en este momento el inicio de su desgracia. Por ello hay en el PRI impulsos de purificación: lo que hace falta es limpiar al partido de los traidores que se han colado en nuestras filas. La derrota elecotoral volvió más belicoso este impulso ya visible en tiempos de Ernesto Zedillo. A la distancia que el propio presidente marcó, se sumaron luego causas claramente impopulares y finalmente la derrota que algunos llegaron a achacar al presidente. De ahí viene la bilis derramada hace unos días en San Lázaro. Los ofendidos veían en quienes conversan con el gobierno a los mismos que los vendieron hace años. Y si faltara duda, hay que ver simplemente que se trata de un grupo de economistas que inventa impuestos.

El PRI sigue dominando por un apetito vengativo: unos querrán vengar la traición ‘neoliberal’ que se infiltró en su propia organización, otros la entrega del poder que maquinó Ernesto Zedillo para conquistar algún elogio de la historia, otros estarán convencidos de que la ruina del gobierno de Fox es la única manera de cuidar a la patria. Se trata en todo caso de un partido dominado por una energía fundamental: el resentimiento. ¿Qué mueve al PRI? La ambición de recuperar el poder. ¿Qué luz orienta esa ambición? No son, por supuesto, las ideas. A esta hora, el PRI sigue siendo fiel a su origen de preservarse ajeno a la contaminación del proyecto. Lo sabían los fundadores del partido gubernamental: definir un proyecto es arriesgarse a excluir. El proyecto político debe definirse en los términos más ambiguos y amplios posibles: los ideales de la Revolución Mexicana, por ejemplo. Ahora, los apoderados del priismo opositor siguen repitiendo la cantaleta: nuestro proyecto es la felicidad de la nación. Las ambiciones del PRI tampoco se despliegan dentro del marco de reglas claras y firmes. El PRI sigue sin ser una fuerza institucionalizada, sometida a normas precisas. Por eso, en ausencia de reglas y de ideas, la ambición priista recibe su impulso dominante del poderoso ácido que lo une: el resentimiento. De ahí que no prospere y difícilmente podría prosperar ahí una propuesta. Cualquier proyecto tendría que afirmar; el rencor sólo se asienta en la negación, en la capacidad de frustrar los proyectos del ofensor, en la ilusión de humillar a quien antes humilló.

El actual dirigente del PRI ha sido un adelantado de la política del rencor. Creo una leyenda de su insumisión. Los traidores del PRI querían su cabeza y no la consiguieron. Se convirtió de ese modo en un símbolo de dignidad para un partido ofendido. Tras ese episodio mitificado, ha jugado con talento la carta del vengador. Madrazo se fortalece como el príncipe de los rencorosos. Tal vez no son malas noticias: al tiempo que consolida su dominio en ese frente, se exhibe y se debilita ante quienes no vemos la política como bofetada del desquite.

Reforma, 8 de diciembre 2003

03/12/2003

La desaparición de Tarantino

El universo de Quentin Tarantino ocupa el haz que nace en un proyector y desemboca en una pantalla. Una película suya es una pieza de homenaje a mil escenas previas. Si en el cine pudiera citarse, las películas de Tarantino estarían repletas de comillas: un gesto, un movimiento, una toma, una secuencia. Un artículo reciente en el New Yorker relata su hábito frente al teatro. Se sienta cerca de la pantalla pero no en la primera fila. Eso lo obligaría a mover constantemente la cabeza para ver lo que sucede en una esquina y en la otra. Se acomoda en la butaca que está en la cuarta o quinta fila desde donde puede ver la tela de pantalla y solamente eso. De lo que se trata es de llenarse de cine; expulsar de la visión todo lo que no sea su dominio: los letreros de la salida o el decorado de la sala deben quedar fuera del ángulo de visión. La experiencia cinematográfica exige una inmersión sin salvavidas.

Desde hace un par de días puede verse en México su nueva película: Kill Bill. Consciente de su leyenda, la casa publicitaria anuncia la primera entega de este cuento de venganza como la cuarta película de Quentin Tarantino. Después de Reservoir Dogs, Pulp Fiction y Jackie Brown, tras años en la oscuridad, Tarantino reaparece. Pero las tres películas previas formaron una escuela a la que Kill Bill no pertenece. Cierto: el sello de Tarantino es visible en esta película: sus guiños a otras cintas, esos hombres que caminan en cámara lenta usando trajes negros y corbatas flacas, gente empaquetada en la cajuela de un coche, la violencia sexual, Uma Thurman regresando de la muerte, crimen, matones y abundantes borbotones de sangre. Pero el el genio de Tarantino en sus primeras dos (o, si se quiere, tres) películas, no aparece en ningún momento. Ningún monólogo sobre el significado de una canción de Madonna, largas disquisiciones sobre el deber moral de no dar jamás una propina; ninguna discusión sobre el multiculturalismo de las hamburguesas, la experiencia de los milagros o el erotismo del masaje de pies. Si lo tarantinesco era una combinación de imágenes fulminantes, un brillante metralleo de palabras y un humor ácido, aquí no hay nada de ello. La cuarta película de Tarantino es una película coreana que chorrea violencia y solamente violencia.

Se dirá que todas las películas de Tarantino han sido violentas. En Perros de reserva, durante casi dos horas vemos a un hombre desangrándose, gritando con el vientre abierto. Y está desde luego la imborrable escena en la que un hombre le corta la oreja a otro mientras baila Stuck in the middle with you. En Pulp Fiction, los balazos que se disparan mientras el matón recita fragmentos de la Biblia y un tiro accidental revienta los sesos de un hombre. En fin, Tarantino no es Walt Disney. Advertir que hay mucha sangre en una película de Tarantino es como decir que hay mucho baile en una película de Fred Astaire. Pero en todo caso, la violencia de las películas de Tarantino se sostenía en un imponente estructura verbal, en un genio irónico y en un extraordinario talento para crear personajes. En Kill Bill no hay personajes, ni historias, ni líneas memorables, ni una sola punzada de sarcasmo: una historia de venganza que no es más que la fastidiosa repetición de sablazos que mutilan cuerpos. El guionista prodigioso se volvió productor de una película gore.

La fotografía de Kill Bill es radiante y la música, como en todas las películas de Tarantino, es el espacio auténtico de la acción. La violencia, que en las películas anteriores importa porque sorprende, se vuelve aquí tediosa, previsible, trivial. La competencia de las decapitaciones termina por ser empalagosa. Tarantino tropieza ahora con una piedra de la que siempre se había librado: la tentación de hermosear la brutalidad. La violencia podía arrancarnos una carcajada, no un gesto admirativo por la composicion estética de la muerte. En su homenaje al cine de artes marciales, Tarantino adopta los valses de Mattrix y la afectada coreografía de aquella película china de los trigres y los dragones. La cuarta película de Tarantino parece un churro más de Robert Rodriguez.

Precisamente con su amigo Robert Rodriguez, el director que ha hecho los Mariachis y las películas de los miniespías, Tarantino ha organizado un festival anual en el que actúa como curador de obras extrañas. Uno de los festivales tenía varios capítulos. Uno se dedicaba a películas de motociclistas; otro a películas de kung-fu, un tercer grupo de películas eran las que tenían a porristas como tema central (entre ellas, títulos tan memorables como Las porristas swingers y La venganza de las porristas). Y, por supuesto, todo una sección dedicada a películas de horror. A Tarantino, al parecer, le gustan todas las películas: de gangsters, de acción, de adolescentes, de karate, mudas, New Age, de guerra, de ciencia ficción, épicas y románticas. Tal vez, a fuerza de dejarse maravillar por cualquier proyección, ha dejado de distinguir una película buena de una mala.

Reforma, cultura, 3 de diciembre de 2003

01/12/2003

El agujero

Si Fox recibió el mandato trepado en la esperanza de la vitalidad democrática, ¿cuál será el paisaje mexicano dentro de tres años? Decía Norberto Bobbio que había momentos en que el pesimismo era un auténtico deber civil. En tiempos oscuros, sólo quienes desean la catástrofe y quienes creen que el final de la película siempre es feliz pueden darse el lujo de ser optimistas. Difícilmente se puede esperar que las cosas se compongan en el corto plazo cuando el país se encuentra en un agujero. No nos encontramos a la mitad de un tunel porque no caminamos por dentro de una montaña oscura con rumbo a la salida. Estamos atrapados en un hoyo sin siquiera avanzar hacia la escapatoria, sin siquiera darnos cuenta de que caemos en el foso, que el tiempo se escapa y que la casa sigue deteriorándose.

El espectáculo al que asistimos todos los días ya no es el simple entretenimiento de los desacuerdos, la conocida fiesta de las riñas y las injurias, las marchas del clientelismo que dice ser El Pueblo Auténtico. Bajo las formas de la discrepancia, de los pleitos y las marchas no hay sustancia. No hay una confrontación de ideas, un enfrentamiento de proyectos. Simplemente, el desfile de la ineptitud, cuando no de la mezquindad. Dirigentes, legisladores, ministros y asesores aporreándose mientras el país continúa deslizándose por la pendiente. La política se ha encuerado. Muestra sus miserias sin ningún recato. El striptease llama la atención porque el poder suele ser pudoroso: no le gusta mostrarse desnudo, tal cual es. Necesita disfrazarse de algún modo: un traje que lo vista con ánimo de futuro, un vestido que lo envuelva con deseos de cumplir un proyecto, zapatos para llegar a algún sitio. Todas estas ropas visten el poder y otorgan un sentido a la lucha por el mando.

Las ropas de las que hablo no son engaños. Son emblemas que otorgan sentido a la política. Un partido socialista tiene un proyecto y una estrategia. Observa, critica la realidad que observa y quiere construir una realidad distinta. Para eso se organiza, convoca a la gente y actúa. Obviamente, habrá distintos enfoques dentro del partido: unos serán más impacientes que otros; habrá un debate sobre la escalera de prioridades y una discusión intensa sobre el mando. Pero en todo caso, veremos una línea visible de acción política. Un trazo que permitirá a los ciudadanos acercarse o alejarse a ese grupo. Lo mismo se diría del resto de los actores políticos: gobierno, sindicatos, partidos, legisladores. No podemos imaginar que sus acciones tengan la sintonía de las piezas de un reloj, pero esperamos que entre sus decisiones y sus reacciones exista una racionalidad elemental. Los agentes políticosdeben ser, en todo caso, un centro imaginativo: si la política es la actividad que pretende dirigir la vida colectiva, debe ofrecer un paisaje deseable y un camino hacia ese lugar. Podría decirse incluso que lo que da cuerpo a los actores políticos es precisamente su proyecto común. Y eso es lo que no aparece por ningún lado entre nosotros. La política mexicana se ha vuelto juego de solitarios, es decir, un enredo de nulidades.

Los dos protagonistas de la política mexicana de nuestro tiempo carecen de esta imaginación y de esta disciplina elemental. Hablo, por supuesto, del gobierno y del partido mayor. Lo que existe entre ellos no es un choque de proyectos. Es la ausencia de proyectos. No nos confundamos. Existen atascos políticos que se producen efectivamente por un desacuerdo. Hay atascos cuando en una asamblea no se logra conformar una voz mayoritaria. Cuando las partes tienen proyectos distintos y no se encuentra el modo de hacerlos compatibles, la decisión es imposible. Pero ese es el caso de proyectos que no empalman y en nuestro caso, las ideas es lo que está ausente. Los instrumentos fiscales y presupuestarios que se discuten en estos momentos lo muestran con toda nitidez. ¿Alguien puede decir que existe un proyecto fiscal del gobierno? El Ejecutivo presentó una propuesta formalmente. Tiene la firma del Presidente Fox. Pero él, al parecer, no lo leyó y ningún asesor le platicó qué es lo que se decía ahí. ¿Es suyo? También sabemos que el secretario de gobernación, a pesar de haberlo presentado públicamente en su oficina, está en desacuerdo con el proyecto de su jefe y que, al parecer prepara un proyecto alternativo que el encargado de las finanzas no conoce.

El gobierno, ya lo sabemos, es una célula anarquista. No es una escuela para niños pequeños. Es un gobierno que milita en las filas del anarquismo: cree que toda disciplina es inadmisible, que toda orden es perversa y que todos deben hacer lo que se les venga en gana. Y el Presidente sigue convencido de que presidir es reprimir. El anarquismo encuentra lo que busca: caos. No podría esperarse otra cosa. Un gobierno que no tiene la menor idea de qué es lo que quiere, qué busca, a dónde quiere ir no puede contribuir a la ordenación del mundo. La única persistente en la defensa de un gobierno con propósito es la extática esposa que sigue proclamando a los cuatro vientos que el gobierno de su marido encarna el Cambio. Ja.

El partido cogobernante contribuye destacadamente a sumirnos en el agujero. Sigue siendo la fuerza política más importante del país. Por ello su responsabilidad es inmensa. Nos dicen que quieren recuperar la presidencia. Muy bien. Los priistas podrían lograr su objetivo de volver a Los Pinos si tan sólo a) encontraran un candidato presentable; b) lograran mantenerse unidos y c) descubrieran para qué quieren recuperar la presidencia. Si los dirigentes del PRI tienen razón en decir que el gobierno federal es desorganizado y carece de un proyecto político claro y coherente, ¿qué podríamos decir de ellos? Oimos que unos llaman traidores a los otros, que los ofendidos responden tachándolos de mentirosos y vemos que afilan las navajas de sus guillotinas. Pero nuevamente, ¿qué discuten?, ¿qué proponen?, ¿qué defienden con tanto rencor? Cuando el cálculo del interés inmediato es el único motor de la política, ninguna política puede abrirse a la luz. El agujero de la vida política se debe en buena medida a la ausencia del valor. No hablo de valores morales, hablo de la determinación de asumir riesgos, la decisión de pagar costos. El dirigente nacional del PRI encarna como ningún otro político de ese oportunismo medroso que no se compromete con nada y que sólo apoya lo que le produce una ventaja inmediata. Si una encuesta registrara esta mañana que la venta de su familia es bien vista por los electores, lo veremos mañana mismo en un tenderete auxiliado por sus conocidos publicistas. El agujero de la política mexicana es la ausencia de ideas y la ausencia de voluntad.

El presidencialismo fue el gran definidor, el gran otorgador de sentido en la vida política del pais. No hemos encontrado en el pluralismo la fórmula de dotar de sentido a la vida política. Y lo que vemos es un espectáculo francamente bochornoso.

Reforma, 1o de diciembre 2003

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